Marbella
Viento en popa a toda vela
Hacía años que nos rondaba la idea de realizar un crucero para conocer los refinamientos de los grandes trasatlánticos y Mireya se lo comentó a varias de sus amigas para hacer la excursión acompañados.
Inmediatamente surgieron voces que aconsejaban los destinos más inverosímiles; prevaleció el más sensato: el mar Mediterráneo. Entonces alguien propuso que en vez de viajar en un gran paquebote con todas las comodidades pero lleno de desconocidos, era mejor un crucero íntimo. Después de dos mil años de cristianismo, el prójimo sigue siendo un extraño.
Las ventajas eran evidentes: un grupo selecto de amigos, absoluta libertad en la ruta y el encanto de lo exclusivo. Así presentado, todo eran ventajas.
Había que localizar una empresa especializada en cruceros familiares y gracias a ese curioso impertinente que es internet, pude salvar el primer escollo sin dificultad. En Turquía se alquilan goletas –¡qué nombre tan sugerente!– con seis camarotes, tripulación experta y cocina internacional. El último apartado no dejó de preocuparme porque así se denomina lo que se sirve en hoteles, aviones y otros lugares públicos para que nadie se sienta extraño y ninguno contento. Veremos.
La información y los prospectos que me enviaron mostraban unos camarotes amplísimos, con los espaciosos armarios que Mireya precisaba, un hermoso comedor interior, visto a través de un objetivo de gran angular, y otro exterior en la bañera de popa.
Todos estuvieron de acuerdo en que la oferta era justo lo que deseaban y aunque les hice ver que se trataba de un velero con motor, pero velero al fin y a la postre, se declararon lobos de mar y que su sueño era navegar impulsados por el viento.
Volamos a Antalya, la Marbella turca, que yo despedí con tristeza al contemplar sus estupendos hoteles bien asentados en tierra firme, y nos embarcamos en nuestra goleta, de nombre Solimán, de infausto recuerdo para los cristianos.
Mireya sufrió la primera decepción al constatar que los espaciosos armarios no lo eran tanto; falta de sitio, mi ropa quedó almacenada en la maleta. El salón constituyó la segunda sorpresa, era exiguo, pero los amigos aseguraron que, en el Mediterráneo, la vida se hace al aire libre.
Cenamos a popa, un buen pescado, frito con buen aceite turco y regado con aceptables vinos italianos. Muy pronto, el relente de la noche nos obligó a acogernos a la cabina interior. Sentados alrededor de la única mesa se acabó enseguida la sobremesa.
Al día siguiente tuvimos clase práctica de salvamento y léxico marinero. Ni el capitán se expresaba en un inglés de Oxford ni nosotros lo hubiéramos entendido, así que con los elementales babor y estribor y el conocimiento de que a bordo no existe más cuerda que la del reloj del capitán si tiene uno, se resolvió la situación sin demasiados traumas.
Menos llevadero fue el empeño de colaborar en la maniobra por parte del elemento masculino de los arrendadores (pronunciar charteadores, suena más marinero): entre el turco, el pichinglis y el castellano se organizó un batiburrillo casi tan grande como el que se produjo para distinguir entre los distintos cabos. Al final el capitán, único amo a bordo después de Dios, rogó a sus clientes que se abstuvieran de ayudar para tener alguna garantía de acabar la excursión.
Desconcertó especialmente que hubiera una «cangreja» a bordo y que la «escandalosa» no fuera una suripanta en paños menores.
Durante la segunda jornada refrescó el viento y la mar se picó con olas muy cortas que tiñeron de verde, «como el trigo verde,» a los esforzados excursionistas, obligándoles a refugiarse en sus respectivos camarotes rezando para llegar a puerto.
Pero no había ninguno inmediato y las apetecibles islas que avistábamos eran todas griegas, por lo que nuestra bandera no era la mejor acogida. Que la Grecia insular desafíe desde muy cerca a los turcos cuando media el mar Egeo entre ella y su porción continental no colabora a mejorar las relaciones entre ambos países.
No hay mal que cien años dure, y la brisa tampoco se obstinó en mantenerse, de modo que los pasajeros recobraron la alegría, asomaron por cubierta e incluso propusieron chapuzarse en el mare nostrum. Fondeamos y el elemento femenino pudo lucir la colección de bikinis, importante objeto del crucero.
El arranque con su jornada de mareo sirvió para estrechar lazos entre los navegantes y para tomar conciencia de que por grande que sea un barco, siempre es pequeño comparado con cualquier espacio tierra adentro.
También para apreciar las normas de cortesía, tanto más necesarias cuando el cruce en un pasillo o el aguardo angustiado a las puertas del cuarto de baño obligan a cumplir con el nuevo mandamiento:
«Al prójimo como a ti mismo.»
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