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Hay quien pregunta para qué sirve la gramática. Así como hay automovilistas que pueden conducir sin conocimientos de mecánica, también se prueba que han existido grandes oradores y escritores sin excelentes nociones teóricas de gramática. Aducen que, para los primeros, hay talleres de reparación y, para los segundos, gramáticas y diccionarios de consulta. La realidad es que los mecánicos, además de ayudar, pueden caer en la tentación de aumentar la factura en época de crisis con reparaciones innecesarias por ignorancia del usuario. Y, de igual modo, los lingüistas quizá puedan suplir la ignorancia del hablante sobre el funcionamiento técnico de su lengua, pero jamás podrán reparar la falta de libertad de un ciudadano alcanzable sólo a través del conocimiento reflexivo de su idioma.
La gramática es el yunque sobre el que se modelan las mentes. No se trata, pues, de una disciplina escolar más, como las matemáticas o la historia. Éstas proporcionan conocimientos externos que el alumno debe adquirir porque los ignora. Estudiar gramática, por el contrario, es hacer conscientes las reglas interiorizadas, que sabemos desde que hablamos. Y teorizar sobre saberes adquiridos inconscientemente exige la elaboración de conceptos sin los cuales es imposible aprender nada y menos memorizar. Así, sabemos por el diccionario de la RAE (1817) que el nombre «rebaja» deriva del verbo «rebajar»: «Se dice también de las cantidades que se disminuyen quitando algo de ellas». Y, para el caso, estas son cantidades siempre relativas: ni grandes ni pequeñas ni superrebajas, como se publicita. Por algo se ha acuñado el dicho de que «nadie regala duros a cuatro pesetas», ni en la cuesta de enero.