Constitución

A esa gente votamos

La Razón
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Los políticos son indiscernibles. En lo moral como en lo intelectivo. Una casta a la cual aceradamente suelda el sueldo. El cual da identidad inquebrantable, por encima de siglas: privilegio supremo de cobrar por nada; quiero decir, por nada bueno. Una certeza rige cada acto suyo: que ningún desacuerdo vale lo que vale la común opulencia con la cual se premia su solemne oficio de holgazanes. Quienes pagamos ese sueldo, quienes somos sangrados sistemática y eficientemente por una Hacienda pública mil veces más desalmada que la mafia más abusiva, tenemos, al menos, el derecho -y, si no es un derecho, es una potestad primordial y, más aún, un imperativo ético al cual sólo perdiendo toda dignidad se renuncia- de odiarlos. Sin distinción. Como casta. Parasitaria e insaciable. De odiarlos. Racionalmente. De las muchísimas burlas sobre las cuales se gesta nuestra ruina colectiva, ésta, que no ha hecho más que iniciarse en la primera verdadera depresión desde 1929, el agujero sin fondo de políticos y funcionarios de la Unión Europea, es, a lo largo de los dos últimos decenios, la más repugnante, aquella que más ha envilecido la conciencia ciudadana del Continente. Para nada sirve el Parlamento de Estrasburgo. Estrictamente para nada. Salvo para enriquecer a una onerosa patulea de diputados y funcionarios. Por igual ociosos. Ahora, los diputados europeos han decidido duplicarse el sueldo. Ni uno solo de los partidos españoles presentes en ese simulacro de cámara representativa ha tenido la decencia básica de llamar a eso por su nombre: estafa. Moral, aún más que política y económica. Que ni uno solo de los partidos españoles espere, en consecuencia, mi voto. Si en este país quedase un átomo de lucidez moral, las urnas de las elecciones europeas podrían hacer su recuento en una diezmillonésima de segundo. La estafa ha regido todo cuanto se relaciona con el Parlamento Europeo desde su fundación misma. Concebido por los partidos -todos- como un basurero de lujo en el cual jubilar a sus cadáveres políticos, el ostracismo estrasburgués era compensado con gozosísimas dádivas. Allí no se daba ni golpe, por supuesto. Ni se ha dado ni se dará jamás. Allí se percibía un sueldo oficial estupendo. Allí, sobre todo, se disfrutaba de gabelas y tolerados sobresueldos casi imposibles de cifrar en su verdadero volumen. Las dietas de los eurodiputados, la diferencia entre el precio pagado por sus aviones y el que declaraban pagar, por ejemplo, multiplicaban sus ingresos de tal modo que, ahora, cuando su reduplicado sueldo queda en «sólo» unos siete mil quinientos euros mensuales como base mínima, a cambio de imponer alguna mínima transparencia sobre dietas, vuelos, gastos, la mayoría de ellos se juzga gravemente perjudicada. Tienen razón los eurodiputados. Eso es lo obsceno: que la tienen. Un representante electo adquiere ciertas responsabilidades. Su ejemplaridad, la primera. Esta gente -de todos los partidos políticos-, que por decenios ha mangoneado sórdidamente con gastos y dietas, merecería estar en la cárcel. No duplicar su sueldo. A eso llaman política. Pues que les vote su abuela.