Fotografía
CENIZAS
Esta semana he visto un cuerpo cercano transformarse en cenizas. En apenas unas horas, el hombre que quise ha sido depositado en una pequeña urna. He pensado entonces en lo que allí quedaba. Nada y, al mismo tiempo, todo: la ceniza, el excedente del exceso, lo que no arde, lo que ya no puede ser quemado. En palabras de Derrida, la ceniza es «esa cosa que queda después de que una materia haya sido quemada, la ceniza de un cigarro, la ceniza de un puro, la ceniza de un cuerpo humano (¿) la figura de todo aquello que justamente pierde su figura en la incineración y, por tanto, en una cierta desaparición del soporte o del cuerpo del que la ceniza guarda la memoria». La ceniza es lo destrozado, el resto, lo que queda de la destrucción. Pero es también aquello que permanece para siempre, su residuo indestructible. Ceniza que no arde y que, por tanto, ya nunca más puede ser destruida, sólo dispersada. Una dispersión que nunca es total, porque, por mucho que se quiera, la ceniza jamás se va del todo. La ceniza nos muestra la imposibilidad de destruir del todo, de borrar del todo, nos muestra el excedente en cualquier proceso de transformación, aquello que siempre vuelve para atormentarnos por mucho que queramos alejarnos de ella. La ceniza es lo que se nos mete en los ojos, es el retorno de aquello que queremos dejar atrás. La ceniza es el reposo, lo leve, lo mínimo, es el polvo del tiempo. Es la memoria del fuego, pero también la del objeto quemado. Es la sangre de las cosas. Polvo eres: conciencia de la finitud, de la pérdida, de la transformación... y de lo inasible; la vuelta a un origen que ya no es tal. No una ceniza originaria, sino más bien un origen «cenizario».
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