Literatura

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El ministro tiene quien le escriba

La Razón
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César Antonio Molina, como todo el mundo sabe, es el actual ministro de Cultura del Gobierno de España. Brillante director del Instituto Cervantes durante tres largos años, fue nombrado ministro «in extremis» para un final de legislatura que comienza a tener algo de agónico. Sin tiempo real para desarrollar a fondo sus dotes de gestor, con un talante integrador y moderado, el actual ministro no se ha limitado a deshacer los peores entuertos que había recibido en herencia, sino que ha procurado centrar algunos de los asuntos más candentes del panorama cultural como es el caso de la Ley del cine o el sistema para nombrar la dirección de un centro tan emblemático como el Museo Nacional Reina Sofía.
Pero ocurre que César Antonio Molina, cosa que la mayoría desconoce, es antes que nada un poeta con una larga trayectoria que se remonta a la década de los años setenta en los que publicó tres libros de poesía entre los que destaca «Últimas horas en Lisca Blanca» (1979). Un poeta con una trayectoria dilatada -más de diez volúmenes así lo acreditan-, un poeta difícil, en el límite mismo del hermetismo, con una filosofía poética que se ha ido definiendo en estas décadas de trabajo y que ha sido expuesta recientemente por Julián Jiménez Heffernan en una «Antología poética» que vio la luz el año pasado en la prestigiosa colección de poesía de Círculo de Lectores-Galaxia Gütenberg.
En aquella presentación, que quizás pueda marcar todas las lecturas que se hagan en serio de la obra de César Antonio Molina, Jiménez Heffernan proponía como gran catalizador de la obra del poeta el concepto, tomado directamente del título de uno de sus mejores poemas, de el derrelicto entendido por extensión como aquella construcción humana que ha sido de una forma u otra abandonada o pulverizada por el paso del tiempo. Como otro Picasiette, César Antonio Molina haría en su obra una gran recogida, una amalgma, un bello mosaico con todo aquello que la marea del tiempo ha ido dejando roto y arrumbado en la orilla o en el horizonte visual de los más diversos paisajes históricos o literarios. Convencido del peso enorme del pasado, y de la naturaleza constructiva de cualquier realidad humana perdurable, Molina se integra en la corriente de la cultura con una vocación al mismo tiempo arqueológica, proyectiva y sentimental. Un intento que tiene su fundamento teórico en la lectura que hizo Heidegger del capítulo X de las Confesiones de Agustín de Hipona. Y su mayor inspiración estilística en el Azorín de los retratos y semblanzas.
En los últimos años, en concreto con el nuevo siglo, el poeta ha encontrado una forma de superar el estrecho aforo de la poesía y del ensayo académico, en el que también ha hecho sus armas, publicando de esta forma amalgamática muchos de sus ensayos periodísticos y narrativos bajo el nombre general y redundante de «Memorias de ficción». Cuestiones de género literario aparte, lo que intenta en los tres volúmenes que se han publicado hasta la fecha es dejar constancia escrita nada más y nada menos que de su paso por el mundo.
El poeta sabe muchas cosas, tiene gran curiosidad, opina con libertad y prudencia, convierte el mundo entero en su monte Ventoux, le gusta contarnos lo que ha visto, lo que piensa y hasta lo que siente, le gusta también reinventar hazañas, rozar el amor aunque sea por escrito, le gusta perderse y reencontrarse, volver a casa, y ser un viajero imperfecto «que sí sabe de dónde viene».

Pocos meses y muchos libros
En julio de 2007, Rodríguez Zapatero le nombró ministro de Cultura en sustitución de Carmen Calvo. Un reto difícil, si además sólo tenía ocho meses por delante para enmendar lo hecho.

Álvaro DE LA RICA