Irán
Entre Honduras e Irán
Lo estamos olvidando. La democracia es el mejor método que hemos inventado para relevar a nuestros gobernantes de forma pacífica (Popper) y una excelente fórmula para concitar acuerdos y determinar el contenido de las leyes. En ningún caso un método científico que nos garantiza permanecer a salvo de gobiernos ineficaces, corruptos o tiránicos. La historia demuestra (Hitler siempre será el mejor ejemplo, no el único) que el simple hecho de poder elegir al gobernante no nos convierte necesariamente en hombres libres. La expresión mayoritaria tampoco es el método infalible para distinguir sin margen de error el bien del mal, ni por supuesto un argumento definitivo para discernir qué es o no ético y moral, ni siquiera lo que es justo o injusto. Reducida a la regla de la mayoría (o, en expresión de Jefferson, «regla de la muchedumbre», según la cual el cincuenta y uno por ciento de la gente puede arrebatar los derechos del otro cuarenta y nueve por ciento), la democracia se transforma en una amenaza para la libertad. Para evitar que la democracia sea una simple técnica de elección o una amenaza de los derechos individuales, hay que dotarla de un contenido que la haga compatible con la libertad. Ese contenido es el liberalismo: sólo la democracia liberal garantiza la libertad. El principio universal de la igualdad de todos los hombres ante la ley nos lleva a la necesidad de que todos los hombres participen también en la elaboración de la ley. Es en este punto donde confluyen liberalismo y democracia, que ni son la misma cosa, ni mantienen los mismos intereses. Siguiendo a Ortega, la democracia responde a la pregunta de quién debe ejercer el poder público. El liberalismo, en cambio, plantea la cuestión de cuáles deben ser los limites de éste. El defensor de la libertad acepta la regla de la mayoría como método de decisión, pero no cree en la necesaria bondad de todo lo por ella sancionado. Para el demócrata doctrinario, la voluntad de la mayoría no sólo es ley, sino además, buena y justa ley. El liberal no acepta otra regla que la de la mayoría libremente expresada, pero desconfía de que su resultado siempre sea el acertado. El demócrata nunca duda de él, y no cree que existan otros límites al poder que no sean los de la voluntad mayoritaria.La entraña de una democracia liberal consiste en si el sistema político en el que los gobernantes son elegidos por el pueblo se asienta sobre unos fundamentos constitucionales que aseguran, como condición sine qua non, la libertad individual mediante el imperio de la ley y la limitación del poder. Preguntemos en la calle: ¿cuál es el rasgo que define a la democracia? La respuesta será unánime: el derecho al voto. Nadie destacará las instituciones que el genio humano ha creado desde Locke y Montesquieu para limitar el poder y garantizar la libertad individual. Y son esas instituciones ideadas para proteger la autonomía personal frente a la injerencia del poder mediante las facultades coercitivas que la ciudadanía le ha otorgado, y no el sufragio, las que convierten a la democracia en el mejor de los sistemas conocidos… siempre que se las deje funcionar.Sorprende que los hondureños hayan entendido todo esto mejor que las naciones de profunda raigambre democrática. Su joven sistema de libertades estaba en peligro y lo han defendido desde el imperio de la ley. Pueden haberse equivocado en el proceso para deshacerse de un presidente que, legítimamente elegido en las urnas hace cuatro años, aspiraba a imponer un nuevo caudillaje latinoamericano (otro más) contra del criterio de su propio partido y de los poderes legislativo y judicial, todos opuestos a la reforma constitucional para perpetuarse en el poder que Zelaya estaba decidido ejecutar como un trágala, sin el aval siquiera de la mayoría. Con dos decenas de causas abiertas por la Fiscalía del Estado, Zelaya debió ser sometido a un proceso de destitución conforme al ordenamiento jurídico, nunca deportado. Y menos, manu militari. Técnicamente, fue una acción golpista. Mas el Estado de Derecho hondureño no ha quebrado. Al contrario, ha demostrado que una democracia puede y debe defenderse de quienes desde dentro, aupados por un resultado electoral, pretenden violentarla a su antojo, sin respeto a las garantías constitucionales. El Tribunal Supremo desautorizó el referéndum de Zelaya y ordenó al Ejército que impidiera su celebración. La división de poderes no ha sido suspendida ni el Ejército, que permanece en los cuarteles, ha asumido el control. Y el relevo en el Ejecutivo se ha realizado según la Constitución.Sorprende aún más que las naciones democráticas arrinconen a Honduras por defender el principio democrático de que nadie (ni siquiera un presidente legítimamente electo) está por encima de la ley cuando ésta es fruto de la voluntad general libremente expresada, mientras son condescendientes con la farsa electoral de la nuclearizada teocracia iraní, donde el poder se ejerce a sangre y fuego sin legitimación alguna. Tan fuertes con los débiles y tan débiles con los fuertes…* Director de los Servicios Informativos de Telemadrid
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