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La fatiga de ser millonario

La Razón
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asta hace poco, los millonarios se distinguían de la plebe por sus posesiones materiales. Pero las joyas, las mansiones y los yates han dejado de ser suficientes: ahora, los ricachones incluso padecen trastornos mentales distintos del resto de los mortales. La última «enfermedad VIP» es el «síndrome de fatiga de la riqueza», un mal que se está cebando con los círculos más acaudalados del planeta. Y el único factor de riesgo es simple: disponer de una cuenta bancaria plagada de ceros.

En los últimos años, el psicoanalista Manfred Kets De Vries ha asistido al estallido de esta «epidemia» desde su despacho de los alrededores de París. Allí ha recibido a centenares de pacientes que se sienten incapaces de disfrutar de sus vidas aparentemente idílicas. «Se creen que serán felices si se compran otro descapotable, pero el entusiasmo se les pasa a los cinco minutos», explica. «Es como una droga: cada vez necesitan gastar más dinero para sentir lo mismo. Pero este consumismo es un intento desesperado de enmascarar su aburrimiento y su profunda tristeza».

 

Amor a la cartera

Más y más terapeutas están convencidos de que la riqueza extrema es uno de los caminos más cortos hacia la depresión. Es cierto que los millonarios no tienen que pringarse en fastidios cotidianos como hacerse la cama o ir al supermercado. Pero, en cambio, sufren otras preocupaciones, como esquivar a los conocidos que les piden dinero, impedir que sus hijos se vuelvan niñatos malcriados o averiguar si sus amantes están enamoradas de ellos o sólo de sus carteras. Según el «Wall Street Journal», más del diez por ciento de los «súper-ricos» creen que su fortuna les provoca más disgustos que placeres. «La habilidad del ser humano para agobiarse resulta infinita», recuerda José Luis González de Ribera, jefe de psiquiatría de la Fundación Jiménez Díaz.

Para algunos terapeutas, la «fatiga de la riqueza» ha existido siempre: ahí está la leyenda del Rey Midas. Otros, sin embargo, están convencidos de que nos enfrentamos a un fenómeno novedoso, aunque sólo sea por la repentina aparición de legiones de nuevos millonarios en Rusia, China y Oriente Medio. «Vivimos en un mundo empachado de lujo», asegura William Cash, editor de la revista «Spear's Wealth Management Survey», destinada a la «jet set». «Irse de vacaciones a las Maldivas ha dejado de ser especial. Ahora, para destacar del resto hay que alcanzar unos niveles de gasto realmente extraordinarios».

Por supuesto, al común de los mortales le cuesta sentir empatía hacia un ricachón que se deprime por el exceso de cloro de su piscina. Todos estamos convencidos de que seríamos más felices con un poco más de dinero: al fin y al cabo, ese es uno de los pilares de nuestra cultura consumista. Sin embargo, infinidad de estudios científicos han demostrado que esta creencia es falsa: dinero y felicidad no siempre están vinculados.

Sí, es cierto que cuando uno está inmerso en la pobreza más abyecta cualquier aumento de renta dispara su dicha. Pero la relación entre ambos factores se debilita en cuanto se alcanza el nivel de subsistencia: por muchos ceros que añadamos a la cuenta corriente, la alegría no sigue creciendo. Según la Universidad de Illinois, los 400 integrantes de la lista Forbes tienen índices de felicidad semejantes a la tribu Masai, que carece de electricidad y agua corriente. «El nivel ideal de ingresos es ganar un poquito más que la media de la sociedad», asegura Jon Stokes, un psicólogo especializado en riqueza.

 

¿Cuántos barcos necesito?

En el fondo, los multimillonarios son como el resto de los humanos, diseñados para vivir en una insatisfacción permanente. Primero se acostumbran a viajar en primera clase, luego en jet privado y al final acaban como el príncipe saudí Alwaleed Bin Talal, que se ha gastado 300 millones de dólares en un Airbus 380 para su uso personal. «Recuerdo que un banquero siempre me hacía siempre la misma pregunta: "Wilfred, ¿cuánto dinero es suficiente?"», recuerda De Vries. «Y yo le respondía: "Mientras quieras comprarte nuevos barcos, nunca tendrás suficiente"».

Según Robert Frank, del «Wall Street Journal», los multimillonarios viven en una realidad paralela, «Richistán», en la que las reglas socioeconómicas del mundo real no son válidas. Así, recuerda la ocasión en que felicitó a un empresario por las comodidades de su yate de 30 metros de eslora, pero éste señaló con gesto apenado al muelle, donde estaban atracados varios barcos aún más grandes. «Me dijo que su yate parecía una lancha», rememora. «¿Cómo se puede comparar un barco de 30 metros con una lancha?».

Sin embargo, en «Richistán» este tipo de reflexiones resultan cotidianas. Si un ricachón quiere quejarse por la lista de espera para el último Aston Martin, sólo le comprenderá alguien con la billetera tan abultada como la suya. De ahí la tendencia de los magnates a apiñarse en islotes de superlujo, rodeados de tapias, guardaespaldas y cámaras de seguridad. «El dinero te aleja de la gente», explica Stokes. «Tus amigos se vuelven envidiosos, tú crees que te explotan, así que te rodeas de otros multimillonarios y compites con ellos por tener el deportivo más espectacular».

Pero muchos millonarios se sienten insatisfechos en este mundo empapado de Dom Perignon y acuden a terapeutas como De Vries para recuperar la dicha perdida. Él siempre les recuerda que, para ser felices, sólo necesitan tres cosas: algo que hacer, alguien a quien amar y algo que esperar. «Muchas veces, los ricos no reúnen ninguna de estas tres condiciones», asegura. «No hacen nada en su vida excepto acumular dinero, sospechan de que la gente sólo les quiere por su fortuna y no tienen expectativas de futuro, porque ya lo tienen todo. Es la receta perfecta para ser una persona desgraciada».

 

Cómo levantarse de la cama

A partir de ahí, los ricos en apuros emprenden un viaje de autodescubrimiento. Su objetivo es tan simple como escurridizo: encontrar otro motivo para levantarse de la cama, más allá de convertirse en los más ricos del cementerio. «Los millonarios felices son aquellos para los que el dinero es sólo una herramienta para cumplir sus aspiraciones», ha escrito Frank. «Sin embargo, aquellos que quieren utilizan la pasta para encontrar el sentido de su vida suelen acabar decepcionados».

El proceso de «desintoxicación» no siempre resulta sencillo. En muchas ocasiones, la tentación de darse un caprichito para subirse el ánimo resulta imposible de resistir. Pero la cura definitiva pasa por cambiar el «chip» definitivamente. «La única solución es que aprendan a disfrutar de los pequeños placeres de la vida», asegura De Vries. «Si se obsesionan con acumular más y más posesiones, serán desgraciados toda su vida. Al final, tienen que darse cuenta que lo que te hace feliz no es lo que tienes, sino lo que haces».