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Macbeth de Shakespeare

La Razón
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ecuerdo a la perfección la primera vez que vi «Macbeth». Esa tarde tenía examen de griego –quince dorados años– pero lo concluí con la suficiente rapidez y exactitud como para que el padre Arce me dejara salir antes de clase. Llegué con los letreros y quedé cautivado por la adaptación cinematográfica de Polanski. Pocas veces me ha producido una película –muy fiel al texto y al espíritu de Shakespeare– tamaña impresión. Tardé aún un par de semanas en comprarme el libro –la edición de Austral– gracias al sencillo expediente de no coger la camioneta, ir andando y guardarme el dinero del billete. Macbeth me subyugó desde el principio. Sin embargo, no fueron el influjo de lady Macbeth –lo siento por las feministas, pero a mi nunca me pareció mucho más que una entusiasta colaboradora– ni la ambición creciente de su marido lo que se apoderaron de mi atención. A decir verdad, lo que me atrajo enormemente de Macbeth –y aún me sigue fascinando– fueron, sustancialmente, otros factores.

 

El ejercicio del mal

El primero, la imposibilidad de limitar el ejercicio del mal. Macbeth hubiera deseado en algún momento de su carrera criminal plantarse en una especie de siete y media del asesinato. Sin embargo, cuando se ha comenzado a hollar la ley de Dios y la de los hombres se pierde también la capacidad para detener el proceso en un punto dado. Quizá Eichmann nunca pensó en que todo acabaría en los asesinatos masivos perpetrados en las cámaras de gas de Auchswitz, pero cuando entró en las SS y comenzó a deportar a millares de judíos antes del estallido de la guerra tan sólo iniciaba un proceso que concluiría, años después, en los crematorios. El segundo factor es la imposibilidad de vencer a la Providencia. Desde el principio, se anuncia en escena el fracaso de Macbeth, la manera en que se producirá y que nada podrá hacer por impedirlo, de la misma manera que las decenas de millones de muertos en el gulag no pudieron evitar la caída del muro de Berlín. El mal acaba siendo incontrolable incluso para los que lo crean, pero, más tarde o más temprano, fracasa.