Presentación

Más feos

La Razón
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Ponga un feo en su vida. Es terapéutico. Al contemplarle, dejará de mirarse el ombligo y llegará a la conclusión de que su vida no está tan mal. En comparación, revalorizan a los guapos en su belleza, además de permitirles ejercer la compasión frente a un semejante al que la genética le ha hecho un corte de mangas. Como los guapos, los feos, también son un objeto de consumo. El penúltimo caso, Susan Boyle, la escocesa que hace tanto daño a la vista que no se puede dejar de verla, o eso esperan los del canal de televisión británica, que ha tenido a bien convertirla en una estrella mediática. Los espectadores andan embobados con comentarios tan bienintencionados como crueles. «Es fea pero canta tan bien...», ¡ah, acabáramos! Entonces no la enviamos a ese repudio institucionalizado que se denomina cotolengo y la instalamos en un plató de televisión, que a fin de cuentas, tal y como está el gremio, está empezando a ser lo mismo. La democratización por lo bajo de la sociedad lleva a estas cosas: los bufones ya no son patrimonio exclusivo de los monarcas de siglos anteriores. Boyle era una diversión hasta que a algunos les dejó la carcajada abierta con la que la ridiculizaban en una mueca. No sé si es ella o su personaje. En todo caso tiene a su disposición una corte de guionistas, maquilladores y estilistas para perfeccionarlo. El resto, podemos mirar a otro lado o bien admitir que su fealdad exterior es directamente proporcional a lo feos que podemos ser los seres humanos por dentro. Algunos directamente monstruosos. Tanto, como para ofrecerle unos 800.000 mil euros a cambio de meterla en un catre con un maromo de exposición y que perdiese su virginidad ante las cámaras... La física, se entiende. Porque la otra, si alguna vez la tuvo, ya la ha perdido.