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Este año me he perdido la cabalgata del Orgullo Gay. Mecachentó. La verdad es que ya llevo algunas ediciones sin pasarme por Chueca y esa ausencia quizá tenga que ver con la edad que no perdona, con mi afición a las lipotimias y a los golpes de calor, y con la desagradable sensación que me provoca la orina ajena desparramada sin piedad y sin miramientos por cualquier rincón del barrio. Los gays, amiguitos, también se alivian sin ningún tipo de educación y se comportan como macacos aunque luego huelan a body milk del caro. Si yo viviera, por ejemplo, en algún portalito de la Plaza Vázquez de Mella, tendría todos los años un cabreo como una mona a estas alturas y no precisamente por la opción sexual de los festeros, que me parece tan determinante e importante como el color de sus ojos, sino por lo marranos que son. Son marranos que luego se vuelven a sus casas y ahí se queda el vecindario con el recadito en su propia puerta. Y es que, a pesar de lo que nos quiera hacer creer el omnipresente Pedro Zerolo, entre el colectivo también los hay embrutecidos y zafios, y eso no está mal decirlo. Como tampoco está mal que haya homosexuales a los que la fiesta del sábado les parezca un horror y una horterada sin sentido. A los que les mosquee que Zerolo y Aído, e incluso Zapatero, piensen que con haberles dado la posibilidad de casarse, ya tienen voto para rato. Sobre todo Zerolo, que cansa no sólo a muchos gays: también a varios canarios y a los que tenemos el pelo rizado. Un amigo trilirili al que quiero muchísimo se cabrea enormemente ante la autocomplacencia de esa parte del Gobierno que olvida que, efectivamente y de verdad, son como los demás. Que sufren el paro, y las draconianas condiciones de las hipotecas, que tienen madre y padre y hermanos y sobrinos, y que algunos, incluso, creen en Dios. Todo eso lo olvida Zerolo que el otro día y lejos de tener una palabra cercana para los que son críticos con tanta pandereta, invito «a quedarse en casa a los seriecitos». La minoría que crece y que aplasta a su propia minoría. Qué cosas, oigan.

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