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Detroit

Pasado y presente de la industria automovilística

Pasado y presente de la industria automovilística larazon

En el instituto, mis padres me regalaron 15 acciones de General Motors, con un valor estimado de 600 dólares, y una charla acerca de invertir en América. Ésta es una gran compañía, dijeron, y ahora tú eres titular de parte de ella. Consérvala y tu inversión crecerá. Tenían esa confianza, pese a haber sufrido la Gran Depresión, porque sabían lo profundamente asentados que estaban General Motors y sus productos en el estilo de vida americano. No sólo estaba la cuña publicitaria de Dinah Shore: «Vea Estados Unidos desde su Chevrolet». Yanson Chevrolet estaba justo al otro extremo de la consulta dental de mi padre, y en cuanto las piezas del modelo de un año empezaban a mostrar signos de desgaste, Burt Yanson le ofrecía un trueque y un nuevo Chevy entraba en nuestro garaje. Nunca vendí esas acciones de GM, en parte por respeto a mis padres y en parte porque podía ver de primera mano la compra constante de acciones adicionales financiada con los dividendos de las primeras y el crecimiento de la cotización año tras año. Ahora, todas las acciones acumuladas en 60 años de inversión valen menos de lo que pagaron mis padres por las 15 originales. En calidad de contribuyente, soy ahora un acreedor tanto de GM como de Chrysler. Pero al observar los dos casos, lo que siento, sobre todo, es pena.La industria estadounidense del automóvil es víctima de circunstancias cambiantes y de heridas autoinfligidas. En los años 50 inicié mi carrera como cronista político y empecé a viajar a Detroit con asiduidad. Los mentores locales ya discutían el parroquialismo de los ejecutivos de las tres grandes empresas del automóvil , que se pegaban la vida padre en sus fincas de lujo del extrarradio. Mientras compitieron entre ellas, todo fue bien. Pero en cuanto el mundo llamó a las puertas de Detroit, fueron sorprendidas durmiendo en los laureles. A mis padres nunca se les ocurrió comprar un automóvil que no fuera de fabricación americana. A mí tampoco hasta que el Ejército me envió a Europa y pude ver los primeros modelos Volkswagen, Renault y Fiat. Vehículos compactos de fabricación barata que estiraban al máximo el depósito de gasolina. Adquirí un Fiat Topolino de segunda mano para los desplazamientos de fin de semana, y aunque tenía poca potencia, cumplía su papel. Pero lo vendí cuando me desmovilizaron y una vez de vuelta en casa me compré un Plymouth. Entonces, John Kennedy estaba en la Casa Blanca y nosotros teníamos cuatro hijos pequeños. Transportarlos a ellos y su equipaje hasta nuestro lugar de veraneo en Michigan se convirtió en un verdadero desafío logístico. Nada tenía la misma espaciosidad y economía que aquellas furgonetas Volkswagen. Compramos una detrás de otra, de segunda mano. Y entonces, llegaron los japoneses, de mayor calidad que los europeos desafiaron a las empresas de Detroit en su propio mercado. Japón no fue la única. George Romney (el padre de Mitt Romney) empezó a vender el deportivo Rambler y robó un porcentaje de la economía de mercado a las tres grandes firmas. En 1980 durante la convención republicana en Detroit, estaba claro que la tradicional industria del automóvil tenía problemas. Mi familia y yo nos quedamos en una casa en Grosse Pointe durante esos días, y nuestros vecinos expresaban abiertamente sus preocupaciones. Han pasado ya casi tres décadas, y las compañías que sobreviven, sus concesionarios, acreedores y plantillas, realizan por fin los ajustes desesperados que exige esta situación en deterioro. ¿Sobrevivirán las tres grandes del automóvil? Espero que sí. Pero lo cierto es que la industria ha desoído demasiadas advertencias.

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