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Historia

Resistencia o apaciguamiento

La Razón
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Una de las lecciones más trágicas del s. XX es la de la absoluta inoperancia de la política de apaciguamiento para enfrentarse con ciertas ideologías. Al tocar este tema siempre suele ponerse como ejemplo a Chamberlain y la manera en que, intentando asegurar la paz con Hitler, estuvo dispuesto a entregarle los Sudetes con el resultado de que, al fin y a la postre, la guerra mundial estalló y los aliados se encontraron en peores condiciones para hacer frente al III Reich. El ejemplo, sin duda, es bueno siempre que se recuerden dos cuestiones. La primera, que Chamberlain fue extraordinariamente popular en su época porque eran mayoría los que creían o querían creer en el apaciguamiento. La segunda, que Chamberlain no fue la única muestra de apaciguamiento que sufrió el pasado siglo. No deja de llamar la atención que varios contemporáneos de la persecución religiosa de los años treinta en España señalaran que se produjo en no escasa medida porque, en mayo de 1931, los católicos no defendieron los templos que ardían en llamas o católicos como Niceto Alcalá-Zamora, a pesar de su arrepentimiento posterior, no dudó en respaldar una constitución marcadamente anticlerical que incluía en su articulado la disolución de la Compañía de Jesús. Ante aquellas muestras –seguramente bien intencionadas– de apaciguamiento, la conclusión a la que llegaron los anticlericales era que se podría exterminar al clero con enorme facilidad y la siniestra suposición se convirtió en realidad. Lo mismo puede decirse del avance del comunismo tras la segunda guerra mundial. El comunismo no logró expandirse cuando encontró una firme resolución de resistencia y, por el contrario, entró como el cuchillo en la mantequilla cuando se optó por el apaciguamiento ya fuera en la Europa del Este, en Asia o en Hispanoamérica. Guste o no reconocerlo, determinadas ideologías de carácter globalizante – el nacionalismo y el marxismo son sólo dos ejemplos– rara vez interpretan la mano tendida como un principio de diálogo o un despliegue de buena voluntad. Por regla general, en ese tipo de gestos sólo pueden leer la debilidad de un adversario que, consciente o inconscientemente, les está dando la razón porque, a fin de cuentas, la Historia está de su parte. Señalo todo esto porque vivimos en una época en que la amenaza totalitaria no es, por desgracia, algo del pasado. Se extiende desde la Iberoamérica en que algunos sueñan con recrear el comunismo fracasado al otro lado del Muro de Berlín a la Europa donde otros, no muy distintos, cuentan con forjar un Estado que decida lo que piense, siente y haga el ser humano desde la cuna – si lo dejan nacer– hasta la tumba. Por supuesto, en esa tesitura serán legión los que piensen que lo más práctico, lo más lógico e incluso lo más humano es dar abrazos a los totalitarios a la espera de que se reformen por una extraña ósmosis, pero a estas alturas de la Historia no podemos engañarnos. Los que acaban defendiendo al género humano no son los que sonríen a gente como Ortega o Chávez sino los que, como Winston Churchill, advierten del peligro aunque eso signifique predicar en el desierto. Al final, los hechos acaban dando siempre la razón a los que optaron por la resistencia en lugar de por el apaciguamiento.