Conciertos
Rock jurásico al rojo vivo
Fue Rimbaud quien pasó una temporada en el infierno, y bien podría haber añadido un lúdico epílogo a su obra de haber estado ayer en la esperada caldera del Palacio de los Deportes, que llegó a ebullición con «Highway to hell», casi en la traca final, como colofón a un concierto que se mantuvo siempre al rojo vivo.La locomotora que AC/DC plantó sobre el escenario valía tanto para hacer referencia al primer single de su último disco, «Rock'n'roll train», como para ofrecer su imagen más obvia: la de un grupo que no teme descarrilar al pasarse de frenada, desde el primer guitarrazo al último paseíllo acrobático de Angus Young. Los australianos hicieron buena su leyenda en su regreso a Madrid, nueve años después de su anterior gira. Su música no sabe de especulación: no han oído hablar de aquello de distribuir los esfuerzos; van a piñón fijo desde el minuto uno, destapando el espíritu macarra que todos llevamos dentro. Durante dos horas, cada tema se convirtió en una celebración, con un coro heterodoxo desgañitándose para dar réplica a los berridos de Brian Johnson. «Back on black», «Thunderstruck», «Hells bells» o «You shook me all night long» fueron algunos de los hitos de una noche sin altibajos, mientras se iban sucediendo unas cuantas escenas para el recuerdo, empezando por la eterna indumentaria de colegial de Angus Young. Con la lección más que aprendida por el público, confirmaron que son maestros en lo suyo: catedráticos del inmovilismo y del rock primitivo hasta el extremo, aferrados a un esquema del que se valen una y otra vez, sin que la repetición sea un obstáculo para la diversión sin matices; no necesitan más para hacer de su actuación un espectáculo único y un circo en el mejor sentido del término. Sudor contagiosoEs rock de fondo de armario, que nunca pasa de moda y siempre es de lo más socorrido para salvar cualquier fiesta. Esta vez no fue una excepción, como mostraban las miles de manos en el aire y también más de una garganta que se quedó ronca como daño colateral tras el rugido. Sudor contagioso, un nuevo grito, un «riff» retransmitido en pantalla gigante y vuelta a empezar, con el pensamiento ya puesto en su próxima visita el 5 de junio, entonces en el Vicente Calderón. El mejor resumen lo brindaban un hombre de unos 40 años y su hijo (no más de 10), los dos con sus cabezas coronadas por los inevitables cuernos de plástico rojo: «Esto es rock'n'roll», le decía el padre al crío, y luego, mirando hacia un lado, como justificándose, añadía: «Es su primer concierto». Y la verdad es que fue un debut a lo grande; poco más se puede pedir.
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