Literatura
Un gran árbol tutelar
Caigo en la cuenta ahora de que me había acostumbrado a pensar en Ángel González -y en los grandes maestros vivos de la generación del 50, sus amigos Pepe Caballero Bonald y Paco Brines- como en un gran árbol tutelar bajo cuya sombra uno se sabía a resguardo, protegido, contento. Desde hace seis o siete años, la diligencia y el cariño de Benjamín Prado -conspirador de la felicidad siempre- nos reúnen con distintos motivos en los cursos de verano de El Escorial. Allí acudimos con la conciencia de que nos entregamos, sobre todo, a la celebración de la amistad, uno de los regalos mayores que debemos muchos a la poesía. Aunque son numerosos cada temporada los participantes en los cursos, suelen ser habituales Luis García Montero, Luis Muñoz, Felipe Benítez Reyes, Almudena Grandes, Paco Brines, Vicente Gallego, Paco Díaz de Castro, Chus Visor, Gustavo Domínguez. Y Ángel González. Me he acostumbrado a pensar en ese conciliábulo veraniego como en una fiesta de familia.
Ángel, con su presencia última, tan frágil y tan firme, tan titubeante para sus pies en el suelo y tan bien arraigada para su mente siempre despierta, nos pastoreaba en silencio, nos presidía con sus comentarios justos, con su escucha alerta y generosa. Él y Susana, su mujer, constituían una fuerza que nos magnetizaba a todos con la fuerza mayor: la alegría.
Los poemas de Ángel, en su inmediatez, en su apetito conversacional, en su voluntad de cercanía civil, nos han hablado siempre de las grandes verdades del hombre: la deriva histórica del individuo, la deriva amorosa del sujeto, la deriva biográfica del poeta mismo. Distintas derivas y una deriva única. Su poesía está nimbada muchas veces de un humor serio, de una ironía trágica, que vuelve más desolada la mirada crítica de quien nos habla en el poema. El Ángel de El Escorial -y el de las noches madrileñas en el Cok, en Del Diego, en las cenas de Perico- recurría a las palabras justas, nunca se dejaba llevar por la verbosidad, porque estaba al tanto, como se muestra en su obra, de que lo importante no necesita de ninguna abundancia. Ángel conocía, sabía desde lejos, desde antiguo. Había siempre en él, como en muchos de sus poemas, un frío del conocimiento fraguado en la infancia que hacía insuficientes las declaraciones excesivas. Una sabiduría de naturaleza estoica. Sin embargo, bastaba su presencia para dotar nuestras reuniones de espíritu jubiloso. Que Ángel estuviese allí, un año más, quería decir que todo estaba en orden, que las piezas volvían a encajar. No había nada que temer. Después de cenar el rancho escurialense, nos íbamos cada noche a tomar copas a una terraza del pueblo. Quedó bautizada -no sé muy bien por qué- como Las Rumanas, en homenaje a unas camareras rusas que nos hacían adquirir por momentos el don de lenguas. Los más arriesgados nos marchábamos a bailar a algún antro de última hora. Ángel venía con nosotros en muchas ocasiones, y se sentaba en un taburete, insuflándonos electricidad desde lejos. Así quiero dejarlo en mi retina.
Caigo en la cuenta de que nos hemos quedado sin uno de nuestros árboles tutelares, y de que a partir de ahora, allí fuera, a la intemperie, todo será un poco más feo, un poco menos interesante.
Homenaje a mi tío
Publicamos el último dibujo que Raúl González, sobrino del
poeta Ángel González y colaborador habitual de este diario,
realizó de su tío poco antes de su fallecimiento
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