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Un ocho en una trenza

La Razón
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La mañana que Renzo Mori apareció muerto en un callejón de Astoria, el informe redactado del funcionario policial no dejaba lugar a dudas sobre el poco valor que para él tenía la vida de aquel mafioso. Según el detective Carson Davis, la pérdida de su alma no constituía en el caso de Mori un desperfecto mayor que el que suponía que la sangre hubiese echado a perder su magnífico traje de alpaca. A Carson Davis no le tembló la mano al redactar un puñado de observaciones que parecían pensadas para hacer el inventario de una joyería arrasada por una inundación. «En definitiva –señalaba en su informe– ni siquiera los desperdicios de Acción de Gracias dejaron alguna vez en ese callejón una basura tan valiosa». Con su peculiar manera de ver las cosas, la conclusión del detective Davis parecía tan fácil como dibujar un ocho en una trenza: «Nadie apostaba un centavo por la vida de Renzo Mori, pero con la devaluación que para su ropa supone tanta sangre, no parece exagerado pensar que el desperfecto podría tasarse en tres mil dólares». Para el frío detective de Queens, la muerte a tiros de Mori no representaba en absoluto una contrariedad emocional y se limitó a tomar unas cuantas notas sin aparentar demasiado interés, como si aquel tipo abatido en un charco de sangre fuese el catálogo de una charcutería saqueada por los perros. Su colega Artie Fuller había tenido algunos encontronazos con él. Fuller no era una virgen gótica, pero las experiencias que le habían endurecido el rostro eran las mismas que le habían ablandado el corazón. Una noche me contó Fuller en el Savoy que acababa de tumbar de un golpe al detective Davis porque en el levantamiento de un cadáver ensangrentado atendió personalmente a la viuda para disfrutar a su manera del momento. Cuando la mujer le preguntó entre sollozos si su marido estaba muerto, Carson Davis reaccionó como sólo de él cabía esperar: «Vea toda esa sangre y su cara tan pálida y dígame: ¿Acaso cree usted, señora, que pueda tratarse de disfunción eréctil?». A pesar de todo, Davis le propinó una patada al cadáver por si a falta de vida conservase algo de orgullo. Era como patear un balón hinchado con lodo. En el fondo fue una suerte que estuviese muerto. De lo contrario, Carson Davis le habría obligado a emplear su último aliento en fregar el suelo.