Bogotá
Uribe arrincona la violencia
Los avances en la guerra a las FARC y al narco devuelven las calles a los colombianos y sirven de ejemplo a México
En Ciudad Bolívar ya no silban las balas. No como en los malos tiempos. Entonces los muertos caían como las hojas del calendario: 30 al mes, uno por día. Sin descanso. El M-19 reinaba en un barrio entero, los paramilitares en otro y los narcotraficantes en todos los rincones de la destartalada urbe, erigida como tal, en uralita, chapa y cartón, en 1983 –en los peores años del mandato de Belisario Betancourt–. Un refugio para los desheredados, para quienes perdieron todo tras décadas de violencia, una ciudad colgada de los cerros, golpeada por los continuos aluviones de desplazados que aún hoy llegan a millares. Así, mes a mes, un año tras otro, las cuatro cochambrosas chabolas se fueron transformando en una ciudad de millón y medio de habitantes que estrangulaba el suroccidente de Bogotá. La pobreza y la marginación convirtieron Ciudad Bolívar en el epicentro del reclutamiento de las FARC, la poderosa narcoguerrilla marxista que por entonces amenazaba con entrar en la capital colombiana. 50% menos de homicidiosEl distrito 19 de la capital federal era uno de los mayores focos de los que surgía la guerra urbana que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia querían trasladar a la metrópoli. «Era peor que la Comuna 13 de Medellín. Allí había 350.000 habitantes y aunque la violencia era tremenda, tenían hospitales, escuelas y parte del dinero de los ‘narcos' caía en la comunidad. Aquí sólo había muerte», recuerda para este diario Hernando Bedoya, un veterano residente y ayudante del alcalde, Edgar Orlando Herrera, del izquierdista Polo Democrático. Ciudad Bolívar y la Comuna 13 fueron mundos paralelos donde no había más ley que la violencia, donde la Policía no se atrevía a entrar y el Estado no existía. Hoy son el mejor ejemplo de que algo está cambiando en Colombia. «Ahora tenemos entre 15 y 16 muertos al mes, una reducción del 50%. Además antes eran homicidios muy violentos: limpiezas, venganzas...», explica el regidor a este diario. Herrera recuerda los tiempos en que los «paras» colocaban carteles advirtiendo a los niños de que se acostaran a una hora determinada si no querían ser ejecutados, como les ocurrió en 2006 a 152 jóvenes.«Esto era un foco de la guerra urbana y aún sobreviven milicias de las FARC, se han hecho decomisos de pólvora en los cerros. Pero la vulneración de los Derechos Humanos ha mejorado y en Bogotá ya no nos perciben como la zona más insegura», añade. En la subida hacia el Puente del Indio, epicentro de la urbe, el coche carraspea mientras trepa por las empinadas cuestas. Atrás queda alguno de los siete colegios levantados en los últimos años, la enorme comisaría, y un par de los 44 comedores comunitarios. Allí los niños juegan al fútbol en unas canchas recién inauguradas. Los más pequeños disfrutan en el parque infantil y todo parece en calma. No muy lejos, en Las Ollas (uno de los barrios de Ciudad Bolívar), el tráfico de droga sigue su curso ajeno a todo, pero incluso allí o en la miserable Bella Flor (donde se erige una facultad de Tecnología) las cosas han cambiado. Y la política de desmovilizaciones de los grupos armados ha tenido mucho que ver en esta vertiginosa mutación. Atahualpa Amauru es uno de los 17.000 ex guerrilleros de las FARC (de un total de 48.000 desmovilizados, 31.000 paramilitares) que ha abandonado las armas. «No tuve niñez, mi primer juguete fue un fusil. Mi padre también fue guerrillero», explica a LA RAZÓN en la sede de la Cancillería colombiana. Atahualpa –quien fue mano derecha de «Tirofijo» y del «Mono Jojoy», fundador y «número dos» del grupo armado– pasó 30 años en las FARC hasta que sus ideales chocaron con la que se ha convertido en principal actividad de la insurgencia: el narcotráfico.«Si nos localizan, nos matan»Hoy admite que la reconciliación es la única salida y que, aunque para sus jefes es un «traidor», él no guarda rencor. «No me arrepiento de nada. Lo que no admito es que me llamen terrorista. Yo fui comandante de la guerrilla en una guerra fraticida. Lo que ocurre es que las FARC se han degradado y han oprimido a las comunidades. Están muy debilitadas, pero si nos localizan [a los desmovilizados] nos matan», añade.Sandra Milena Sandoval tiene 28 años y tampoco se arrepiente de su militancia en la guerrilla. Ingresó en las FARC a los 17 años dejando atrás una hija recién nacida y acaba de dejar el fusil hace unos meses. «Nadie me obligó a unirme, fue por convicción. Esos ideales son todavía válidos, pero no la lucha armada», asegura. «Sé que nos consideran ‘sapos' (chivatos) y que nos buscan, pero tengo una familia [hoy tiene otra hija] y además las FARC no han evolucionado. Viven en un cascarón, están divididas y no descarto que lleguen a las armas entre ellos. La liberación de Ingrid Betancourt terminó por desmoralizarme», explica a este diario. La presión militar está logrando, además, que se disparen las deserciones en las filas terroristas, a razón de 500 desmovilizados al mes. La conjunción de ambas políticas está logrando lo impensable. En los últimos cuatro años se ha doblado la cifra de turistas (cerca de 2 millones en 2008), más que en 1981, cuando se produjo la inflexión por el auge de los cárteles y de la guerrilla.Todos los sectores coinciden en que queda trabajo por hacer –«y mucha sangre por derramar», advierten Sandra y Atahualpa–. Los tres millones de desplazados (el Gobierno colombiano hace el mayor esfuerzo en ese terreno en todo el planeta para atenderlos, 500 millones de dólares al año) viven en condiciones dramáticas, como el 40% de la población, por debajo del umbral de la pobreza. Aun así, hay razones para el optimismo. Por primera vez en lustros, los colombianos vislumbran una salida del túnel. Las cifras, una vez más, son demoledoras: los secuestros anuales han caído de 3.000 a 300 y la guerrilla, que tomaba casi 80 municipios en un año, fue incapaz en 2008 de entrar con sus hombres en un solo pueblo. Casi un milagro.
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