Estado de alarma

Un confinamiento en ultramar (lVILI): A Sangre y fuego

Lo que uno ve cuando contempla las demostraciones voxistas es un 15-M de ultraderecha, consciente de que el 15-M y parientes son todos cultivos de tentaciones liberales»

Coches y motos, con pancartas y banderas de España, circulan por las calles de la capital en la manifestación de Vox para pedir la dimisión del Gobierno de Pedro Sánchez por su gestión durante la pandemia del Covid-19.
Coches y motos, con pancartas y banderas de España, circulan por las calles de la capital en la manifestación de Vox para pedir la dimisión del Gobierno de Pedro Sánchez por su gestión durante la pandemia del Covid-19.Cristina BejaranoLa Razón

Primero fue el 15-M. El miedo va a cambiar de bando. Tiendas de campaña en las plazas. Jarabe democrático. Rodea el Congreso. Aquello, fase uno del decisionismo, ensayo peronista de una suerte de democracia convulsa, alejada de la casta, enemistada con los mediadores, distanciada del sistema representativo, fue la hoguera cero del cerco a los contrapesos democráticos. Tocados pero no hundidos por la ruina económica. El jaleo crecía con alimentado con el alpiste de las grandes corruptelas y otras redes nepotistas, aunque el caciquismo nacionalista o las putrefacciones de la izquierda en Andalucía o Asturias no provocasen la misma aversión que las depravaciones de la Gürtel y etc. Luego llegó el desborde institucional de Cataluña. El intento de golpe de Estado de 2017. Cuando un poder autonómico lanza el primer gran órdago contra una democracia europea desde 1945. Ahora, con 30.000 muertos, sale Vox al escenario. Avanza para contar, tono paracaidista, que no tiene duda de que «el coronavirus ha sido creado en un laboratorio por el régimen comunista chino como arma biológica» (Ortega Smith dixit). Salen los fanáticos con banderas bicolores. Oe, oe, oe. Celebran la reconquista frente al virus bolivariano. Algo así. «Adelante», grita Santiago Abascal, «recorred hasta el último rincón y que suenen vuestras cacerolas en cada calle y en cada plaza». «No es un virus caído de las estrellas o por mutación natural de plantas y animales», sostiene Smith, entrevistado por este periódico. Lo dice, el tío, y no cae doblado por un ataque de risa.

Carcajearse, aunque fuera un poco, sonreír siquiera de soslayo, demostraría que mantiene engrasada la facultad de tomarse a chufla sus propias gilipolleces. No puede. Igual que Gabriel Rufián tampoco entiende hasta qué punto causa lástima verlo indignarse porque la gente salga a la calle con banderas. Él, que no ha hecho otra cosa en la vida que medrar envuelto en banderas y discursear y lloriquear amarrado a un trapo. Ortega Smith no sabe bromear con sus fanfarronadas como Pablo Iglesias es incapaz de reaccionar de forma irónica a sus mantras. En el ánimo y en las entendederas de los populistas no florece la facultad del humor porque el humor, la ironía, exigen un distanciamiento, un descreimiento, una suerte de spleen desplanchado, expresionista, gélido y remoto, reactivo a los gritos enfáticos y las exuberancias sentimentales. Lo que uno ve cuando contempla las demostraciones voxistas es un 15-M de ultraderecha, consciente de que el 15-M y parientes son todos cultivos de tentaciones iliberales. Veo o mejor escucho un grito ronco, bronco, pronunciado o eructado en nombre del pueblo, que es siempre la coartada penúltima de todos los partidarios del puch rotundo y la testosterona. Llevamos 15 años perdidos. El guerracivilismo, que creíamos periclitado, vino a desenterrarlo José Luis Rodríguez Zapatero, empeñado en ganar la Guerra Civil de forma retrospectiva y en afear a la derecha sus pecados originales, sus marcas de nacimiento. Lo que uno piensa frente a las caravanas de banderas rojigualdas es que el vals de las trincheras fue multiplicado como panes y peces de odio por los populistas de izquierdas y que ahora, convalecientes de una gestión de la crisis sanitaria y económica entre indolente y delincuencial, vamos camino de que también la extrema derecha use la ira en beneficio propio. Unos, los voxistas, recuperan la bandera con ese deje chulesco que deja fuera al adversario: nosotros somos España y el resto, la antiEspaña. Otros, los podemitas, claman al cielo, oh, pero fueron incapaces de remar en favor de los símbolos comunes o defender la unidad de distribución. Prefieren mil veces abrazarse a unos asesinos etnicistas, herederos de ETA, antes que conceder un ápice de dignidad o un chupito de oxígeno al rival conservador. Todos andan instalados en el marco del aborrecimiento mutuo. A su lado distingo al PSOE, irreconocible en manos de un soldado de fortuna, y al PP, que prefiere que el país salte por los aires antes que ofrecerse a colaborar fielmente, al tiempo que deja la indignación y las protestas en manos de una gente grotesca. A sangre y fuego tituló Chaves Nogales el libro de relatos que dedicó a la Guerra Civil desde el exilio en París, «que es donde caen todos los residuos de la humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando». A sangre y fuego avanzan los desfiles de unos pirómanos, rojos, amarillos, morados, tanto da, mientras la mayoría, teóricamente sensata, bosteza con grave pasotismo, inoperante e inmóvil ante la marabunta.