Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (LXI): Balada de viejos
Pasaba la vida y llegaba la muerte, no exactamente tan callando. Cuando quisimos reaccionar no quedaba una mascarilla disponible»
Los técnicos, agrimensores de la muerte, han empezado a reunir números de los caídos en residencias. La cosecha, fuera del contexto puramente burocrático, es atroz. En países como España, Reino Unido, Italia o Estados Unidos la hecatombe tiene aspecto puramente eugenésico. Miramos la guadaña del virus con displicencia. Creímos que era cosa de chinos. Pasamos cantidad de tomar como ejemplo lo que estaban haciendo en Corea del Sur, que pusieron a las empresas a fabricar tests no bien las autoridades sanitarias recibieron el genoma del bicho. Entre rueda y rueda de prensa pasaba la vida y llegaba la muerte, no exactamente tan callando. Cuando quisimos reaccionar no quedaba una mascarilla disponible, un kit, un guante, un mandilón o un respirador. Los habían comprado las cigarras teutonas, los habían apilado las cícadas coreanas, los habían encargado las chicharras de Singapur, los tococos orientales, mientras las hormigas estadounidenses y españolas aplaudían con triste baile de máscaras las continuas subnormalidades con las que la dirigencia daba por inaugurada la nueva y cacofónica normalidad. Los niños del futuro no darán crédito, pero deben saber que mientras la OMS declaraba una pandemia a nivel mundial, mientras el espionaje de medio mundo avisaba de lo que sucedía, el presidente de EE UU andaba regocijado por los tuits de unos periodistas empeñados en confundir el virus con otra guerra cultural.
tomarán por memos, nos dirán de todo, y harán bien, cuando los escolares de las próximas décadas descubran que en España, con el ejemplo de Italia, andábamos al agonismo pop de los sociales constructos y la pandemia imbécil de los fascismos estructurales y el yeyé moradito y trepanado del machismo que todo lo empapa. Hasta que fue tarde y nuestros gobernantes, acuciados por la realidad, con las Unidades de Cuidados Intensivos devoradas por el fango, dieron luz verde al triaje, que no fue diseñado para sufrir una suerte de atentado terrorista cada 24 horas. Propusieron, sí, cerrar el puente que comunica las residencias geriátricas y los hospitales. Tocaba evitar los contagios masivos y, lastrados de negligencias, encerramos a los viejos en sus casonas, hoteles geriátricos, para que la muerte pasara lista. Si no a la inmunidad de rebaño alcanzaremos la apoteosis del cementerio para levantar, entre nosotros y el virus, una muralla de ancianos, un ventisquero de huesos, un tul de gusanos. Los viejos, pese a que también son ciudadanos y tienen derechos, podían sacrificarse con más sosiego que otros contribuyentes activos. En EE UU cayeron y caen por cientos, por miles, los veteranos de las guerras. Los que fueron a Normandía, a Corea, a Vietnam. Los que evitaron malograrse bajo un panzer o una bayoneta y acabaron triturados por una máquina biológica nacida del vientre de un murciélago.
Como dijo el político favorito de Pedro Sánchez, no hay mal que por bien no venga y así, en España, mi querida y pobre España, la debacle de las residencias fue reciclada como munición frente a los adversarios. Los españoles podíamos con justicia preguntar, como esa juez, por las medidas y prevenciones adoptadas en vísperas del 8-M, pero los perros de presa encontraron una fabulosa oportunidad para camuflar los pecados del amo bajo la humareda de unas residencias que hasta donde sé o recuerdo llevan casi dos meses bajo el mando del gobierno. Los españoles, sí, podíamos hacer como esos Guardias Civiles a los que encargaron investigar los días previos al caos o, por contra, podíamos aplaudir a los investigados, que apartan a los policías molestos como si la democracia española, agotada antes de tiempo, apenas diera ya para un serial a lo Viktor Orban o un guión de políticos corruptos y cadenas de mando con perfume a The wire y prosa triste de letrina. En esto vinimos a quedar, entre muertos que descontaban por días y preguntas filtradas, en una eucaristía de odios y un liguero descolorido con el que adornar al muñeco de turno, al mayordomo de guardia que responde las preguntas de Azteca TV o El Bisonte S.A. al tiempo que España, cruzada de moscas, entierra a las generaciones que cenaron el pan duro de la posguerra, que vivieron bajo el negro guateque franquista y amanecieron a una democracia que ahora los señoritos, los cocineros de sierpes, envilecido ganado, ganaderos de la inquina, desprecian por tibia o moderada, pactista o podre. Con estos nietos para qué necesitamos buitres.
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