Casa Blanca de invierno
Un paraíso blindado. En eso se ha convertido Mar-a-Lago, el exclusivo club apodado como la «Casa Blanca de invierno» al que el ex presidente Donald Trump ha decidido retirarse tras el accidentado final de su mandato presidencial. Su estampa es una de las pocas visibles a la distancia en la elitista ciudad de Palm Beach, un enclave en la costa de Florida al que la mayoría de sus acaudalados vecinos se protegen de las miradas indiscretas tras tupidas redes de maleza o gruesos muros. El vergel señorial de Mar-a-Lago sí se ve, pero no se toca. La carretera que conduce hacia ella está cortada por agentes de la oficina del sheriff del condado. Para que a uno le franqueen el paso hay que ser miembro del club, lo que cuesta unos 14.000 dólares al año más 200.000 de cuota inicial de ingreso. Eso, o apellidarse Trump.
Si sus escapadas a este su lugar favorito en el mundo fueron frecuentes en sus cuatro años en la Casa Blanca, el ex presidente ha decidido ahora instalar aquí su hogar y el cuartel general desde el que planear su resurrección política, que afrontará un primer reto en pocos días con el «impeachment» contra él que los demócratas impulsan en el Congreso por su papel en el asalto al Capitolio. Como todo lo que rodea al personaje, la mudanza está envuelta en la polémica.
El pasado 15 de diciembre, el abogado de una familia de vecinos de Trump envió una carta al Ayuntamiento y al Servicio Secreto, encargado de proteger al ex presidente, recordando que Trump se comprometió en 1993 con el ayuntamiento a que Mar-a-Lago mantendría su condición de club social y no la convertiría en su residencia permanente. «Palm Beach tiene muchas propiedades encantadoras en venta y tenemos confianza en que el presidente Trump encontrará una que se adapte a sus necesidades», decía la misiva.
Y las autoridades municipales indican que han recibido más peticiones similares. Muchos de los 11.000 habitantes de Palm Beach, una de las ciudades con mayor renta y mayor proporción de raza blanca del país, no quieren seguir conviviendo con el batallón de policías y periodistas que siguen a Trump.
Pero, igual que no quiso irse de la Casa Blanca, Trump no quiere irse de Mar-a-Lago. Su organización niega que ningún acuerdo le impida vivir allí y es público que sigue enamorado de sus siete hectáreas de lujo, naturaleza y golf, agraciadas además con el benigno clima que disfruta Florida en invierno.
En realidad, la historia de Mar-a-Lago empieza mucho antes de Donald Trump. La empresaria Marjorie Merryweather Post la mandó construir en estilo neocolonial español en 1924 y a su muerte en 1973 se la cedió al patrimonio público con la intención de que los presidentes la utilizaran como lugar de retiro invernal. Pero ninguno de los predecesores de Trump en la Casa Blanca quiso utilizarla y este acabó comprándola en 1985 por la nada módica cantidad de 10 millones de dólares.
En 1993, cuando sus negocios pasaban un bache y el mantenimiento de la finca se le hacía demasiado costoso, Trump firmó un acuerdo con el Ayuntamiento por el que se comprometía a convertir Mar-a-Lago en un club social.
Desde entonces, por esta mansión de 126 habitaciones han pasado ricos de todo pelaje que vieron cómo el propietario del club acababa desafiando al poder establecido hasta convertirse en el presidente más extravagante de la historia de Estados Unidos.
En los últimos años la actividad fue frenética allí, y los residentes se habituaron a que el Marine One, el helicóptero presidencial, espantara a los pajarillos del jardín al aterrizar cada vez que Trump encontraba tiempo para escaparse de Washington, lo que sucedió bastante a menudo.
También, a que Mar-a-Lago se convirtiera en el escenario de visitas de Estado, como la del presidente chino Xi Jinping en 2017.
Para quienes buscaban medrar a la sombra de Trump quizá mereció la pena pagar el peaje, pero ahora que su estrella parece declinar se abren paso los que sueñan con recuperar la tranquilidad perdida.
Pese a todo, nada hace pensar que el ex presidente esté por la labor de alejarse de su propiedad más preciada, que se ha convertido además en un símbolo de su vínculo con el Estado de Florida, uno de los que no le abandonaron en las últimas presidenciales.
Trump ha instalado allí la «Oficina del 45º presidente de Estados Unidos», el ente que ha inventado para mantener con vida su cruzada para «salvar a América». Los rumores apuntan a que, como a lo largo de toda su vida, su familia le acompañará en la aventura postpresidencial. De su hija Ivanka Trump dicen los medios estadounidenses que también se ha mudado al sur con la intención de disputarle a Marco Rubio su escaño de senador por Florida en las legislativas que se celebrarán dentro de dos años.
Los últimos acontecimientos en el Congreso, donde los republicanos se muestran cada vez más abiertamente en contra del «impeachment», ponen de manifiesto que Trump conserva aún un papel dominante en el partido conservador. Esta misma semana, el líder de la minoría republicana de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, ha visitado a Trump para estudiar cómo el partido puede lograr la mayoría en los comicios legislativos de 2022. Curiosamente, hace dos semanas McCarthy señaló como responsable a Trump por el asalto al Capitolio que acabó con cinco muertos. «El presidente Trump se comprometió a ayudar a elegir a los republicanos en la Cámara y el Senado en 2022», manifestó el republicano tras abandonar uno de los salones de la exclusiva «oficina».
Las deserciones parecen ser más por ahora en Mar-a-Lago. El periodista Lawrence Leamer, autor de un libro sobre el «palacio presidencial de Trump», admitió en la NBC que varios de los socios han empezado a darse de baja desde su salida de la Casa Blanca. Y remató: «Es un lugar triste… ya no es lo que era».