Dominio talibán

Deserciones y acuerdos secretos: así cayó Kabul

Los fundamentalistas tejieron discretamente durante meses alianzas con líderes locales y mandos del Ejército afgano para su asalto el poder sin necesidad de combatir

Imagen de la toma del palacio presidencial por parte de los talibanes hace hoy una semana
Imagen de la toma del palacio presidencial por parte de los talibanes hace hoy una semanaZabi KarimiAP

Una semana después de la entrada -sin prácticamente apretar un gatillo- de los talibanes en Kabul, hito que sellaba la recuperación del poder en Afganistánveinte años después de ser derrotados por las fuerzas de la OTAN, la sorprendente e inesperada sorpresa talibán -la Inteligencia estadounidense seguía hablando de meses de resistencia en la misma víspera de la caída de la capital- empieza a serlo un poco menos. La conquista de la mitad de las capitales provinciales afganas en apenas una semana no debe confundir: fue la guinda al pastel de un éxito talibán que se fue fraguando durante bastante tiempo. Años.

El avance del grupo fundamentalista -que gobernó Afganistán entre 1996 y 2001- no puede entenderse sin los acuerdos tejidos por sus representantes con mandos del Ejército afgano, funcionarios locales, gobernadores o meros soldados rasos durante los últimos meses. Los talibanes fueron ofreciendo dinero a cambio de armas, equipamiento militar e información estratégica, como reconocen fuentes estadounidenses. El primer paso antes de la capitulación. Un trabajo inteligente y paciente.

Porque lo cierto es que para muchos soldados afganos la única lealtad a las fuerzas armadas estatales pasaba por percibir un salario, casi siempre escaso. Y un privilegio cada vez más raro, porque una parte del Ejército dejó de cobrar desde que es Kabul y no el Pentágono el encargado de pagar las nóminas. En suma, terreno fértil para los talibanes.

Cinismo y torpeza occidental

“Durante años, no fue ningún secreto que las fuerzas armadas y de seguridad afganas fueron llegando a acuerdos con su supuesto enemigo”, recuerda la investigadora del Centro para Seguridad, Estrategia y Tecnología en el programa de Política Exterior de Brookings Institution en un artículo en la revista Foreign Affairs. “Yo creo que la sensación de rapidez la ha tenido la opinión pública en las últimas dos semanas, pero quienes hemos estado sobre el terreno veíamos venir la situación desde 2019. Los talibanes lo tenían todo muy amarrado; no han tenido prácticamente resistencia”, afirma a LA RAZÓN el director general de la consultora de riesgos globales Ack3 Global Solutions Jorge Quintana. El militar, destinado en el pasado en Afganistán, los Balcanes o Irak con las fuerzas especiales españolas, va más allá: “En gran parte estaba todo pactado entre los talibanes, el Gobierno afgano y Estados Unidos. Las compañías de seguridad privada, inteligencia y contratistas llevaban sacando personal desde hace tres meses”.

Un hecho que confirma el cinismo de las fuerzas occidentales –empezando por las estadounidenses, a las que Afganistán ha costado 2.400 vidas y un billón de dólares- en sus pronósticos o su incompetencia. O las dos cosas a la vez.

Por otra parte, una gran parte de los recursos económicos que los talibanes emplean para comprar armas y voluntades procede del tráfico del opio y la heroína en Afganistán. El 80% de la producción mundial de ambos narcóticos está en el país de Asia Central. Con todo, los gobiernos de las potencias internacionales -incluido Estados Unidos- suelen soslayar el problema en sus análisis. Otro error estratégico.

El patrón del pacto y la capitulación comenzó a forjarse en zonas rurales y fue reproduciéndose en las capitales provinciales. Así, una tras otra, tras negociaciones entre líderes tribales y los talibanes fueron cayendo ciudades y provincias enteras. Sobre el papel había dos bandos desiguales en cifras: más de 300.000 miembros entre Ejército y Policía afganos frente a apenas 75.000 combatientes talibanes, según aseveró el propio presidente Biden. Aunque los especialistas dudan ahora incluso de las cifras y creen que los afganos inflaron siempre los números. En cualquier caso, no hizo falta que los dos bandos de la supuesta guerra civil se midieran en el frente.

Para muchos otros soldados, la derrota fue, finalmente, una cuestión psicológica. “Los componentes de una victoria militar son la libertad de acción, la capacidad de ejecución y la voluntad de vencer, que vale por dos”, sintetiza Quintana. El militar español subraya que los afganos “perdieron la moral por el mazazo recibido con las negociaciones con los talibanes en Qatar y la retirada estadounidense”.

Para aquellos aún decididos en plantar cara a los talibanes, el problema se hallaba en sus propios mandos, quienes frecuentemente les disuadían de atacar a las milicias fundamentalistas. En esos casos no les quedaba otra opción que la huida. Y tratar de salvar la vida.

Sin más exigencia moral que expulsar a las tropas extranjeras para lograr el poder y espoleados por la visión de una victoria cercana y el ideal religioso, los fundamentalistas no tienen reparo alguno en reclutar a hombres sin preparación ni experiencia en la batalla. Les basta con entrar en una localidad y obligar a jóvenes a empuñar un fusil y unirse a ellos. Una capacidad de movilización imposible para el ejército regular y una sensación de eficacia –igualmente practicada al impartir justicia- que no pasó nunca desapercibida para los afganos.

Generalizada en toda la administración y no exclusiva del Ejército y la Policía, la corrupción ha tenido también mucho que ver en el derrumbe del Estado. Conforme se producía la retirada estadounidense de Afganistán, la élite política afgana –cada vez menos obligada a rendir cuentas- se dedicaba al simple expolio de recursos públicos y a la defensa de sus redes de intereses. La misma práctica que los mandos militares. La confianza de los afganos en sus instituciones de gobierno, vistas desde Occidente como las de una joven democracia que trataba de consolidarse, siempre fue muy escasa. Otro error occidental: confundir el sistema de valores y lealtades de una sociedad tribal como la afgana.

Doha, el principio del fin

El acuerdo alcanzado en Doha entre los talibanes y Estados Unidos de febrero de 2000 fue un hito fundamental en el camino hacia la actual situación; clave para entender la disolución de las fuerzas de seguridad afganas. A pesar de que la élite gobernante en Kabul confiaba en mantener a las tropas estadounidenses más tiempo en Afganistán, el Ejército percibió con nitidez su extrema fragilidad en la cita catarí: Washington estaba decidido a marcharse y no se estaba contando directamente con ellos como interlocutores. Dicho de otra forma, se comenzaba a dar por hecho el regreso de los talibanes. Arrancaba la cuenta atrás hasta el 31 de agosto, fecha de la retirada sin condiciones de las fuerzas de Estados Unidos. Momento en el que los talibanes intensificaron su estrategia negociadora y armada.

El único corolario, en fin, de la combinación de las capitulaciones y deserciones fue la caída, como si de un castillo de naipes se tratara, del sistema de seguridad del Estado afgano. En las últimas capitales de provincia, incluida Kabul, no hubo combates. Policía y militares huían de sus puestos o se entregaban directamente a los mandos talibanes. Al igual que fue decisiva para su llegada al poder, el futuro del régimen talibán dependerá en gran medida ahora de su capacidad de negociación con los líderes locales y tribales.

Finalmente, los expertos no se aventuran sobre la fortuna que puede esperar a la incipiente resistencia armada, concentrada por ahora en las montañas del valle de Panjshir. “Evidentemente los medios con los que cuenta la resistencia son limitados, por lo que han solicitado ayuda armamentística a

Estados Unidos y al resto de Occidente, incluyendo también a países árabes”, explica a La Razón la experta en yihadismo y terrorismo internacional de la Universidad de Málaga Pilar Rangel. “Sin embargo, viendo las declaraciones de Biden y los futuros reconocimientos de China, Rusia o Pakistán al gobierno talibán parece que los afganos serán los que tengan que luchar contra el régimen, lo que los llevará a una guerra civil donde los perjudicados serán la población civil y los beneficiados, los de siempre”, augura la profesora de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales.