Talibanistán. Año cero
Nadia tiene solo 21 años y los últimos quince días no ha puesto un pie en la calle. La caída de Kabul, la ciudad en la que vive junto a sus padres y un hermano, significó para ella una reclusión indefinida en casa. A través del teléfono y en un costoso inglés, esta joven que pide no ser identificada con su nombre real asegura que tiene serias dudas de que pueda terminar sus estudios universitarios. Apenas le quedaba un semestre para licenciarse en Ciencias Económicas; ahora solo piensa en escapar.
Esta joven confiesa que el miedo va en aumento según pasan los días. «La tristeza, la preocupación, cada vez son mayores. Tenemos pánico a salir y también a que nos vengan a buscar a casa. Uno de mis hermanos murió en un atentado islamista hace unos meses, con solo 27 años. El otro es policía y también está amenazado porque trabajó con el Gobierno anterior», explica a LA RAZÓN. Solo su madre se aventura a salir porque «es una mujer mayor y con ellas los talibanes no se meten, el problema somos las más jóvenes».
«Todas mis compañeras de clase están igual que yo, confinadas. Les odiamos, han vuelto a encarcelarnos a todas, han puesto un punto y final a nuestras vidas. Y yo, que ni siquiera los conocía, no sabía de qué eran capaces», continúa. Ella, igual que tantos miles de conciudadanos, tratará de buscar asilo en el extranjero. Una posibilidad que suena casi inviable desde que los estadounidenses abandonaran el país en la noche del lunes, pero que es la única esperanza a la que se aferran.
El destino de los afganos ha quedado, exclusivamente, en manos de los talibanes. Hoy se cumplen seis días desde que están al mando y, por el momento, las únicas mujeres que están autorizadas a salir a trabajar son las del sector sanitario, doctoras y enfermeras. También sabemos que la educación (solo primaria) será segregada y que no habrá ninguna mujer que ocupe un cargo de ministra en el Gobierno.
Como sucede en todas las guerras, la verdad ha sido una de las primeras bajas. Han cerrado varios medios de comunicación privados, entre ellos el diario «Subhe Kabul». Su director, Alisher Shahir, lo anunció en Twitter el pasado 30 de agosto, el mismo día que se marchaban los americanos del aeropuerto: «Debido a las amenazas y a las restricciones a la libertad de expresión, al igual que a los recientes cambios políticos, nos vemos obligados a suspender la publicación».
Según un joven reportero que pide mantener el anonimato, «no sabemos qué va a pasar ahora, ni en los próximos cinco minutos, pero estamos muy preocupados por la vida de nuestras familias. Está claro que estos talibanes van a terminar con la libertad de expresión. En mi cadena la gran mayoría de las mujeres periodistas no viene ya a trabajar, se quedan en sus casas. Yo me quiero ir de aquí, no estoy seguro».
Uno de las pocos medios que siguen operativos es la televisión TOLOnews, aunque sus informadores no se libran de las amenazas. Este fue el caso de Ziar, joven reportero que hace una semana recibió una paliza en medio de la calle cuando estaba haciendo su trabajo. Los radicales le quitaron también el equipo y el teléfono móvil, de los que no ha vuelto a saber nada. En conversación con este periódico, explicó que «un grupo de talibanes se bajó del coche de pronto, apuntándome con sus armas. Me destrozaron el hombro a golpes y acabé en el hospital. Aunque les mostré mi acreditación y mi permiso para grabar, no hubo forma de hablar con ellos».
Lo cierto es que muy pocos se sienten a salvo en la capital afgana. Casi cualquier actividad anterior sirve de pretexto para estar en el punto de mira talibán. Es el caso del marido de Basira, miembro de la Corte Suprema. Ambos contrajeron matrimonio solo cuatro días antes del fatídico 15 de agosto y no han vuelto a tener un segundo en paz. Ella también está amenazada por haber sido una activista por los derechos de las mujeres en el entorno universitario. Con apenas 30 años, siente que su vida se ha acabado. Igual que tantas mujeres, lleva muchos días escondida: «Los talibanes se han llevado mis recuerdos de boda, no nos sentimos seguros ni en nuestra propia casa. Los talibanes valoran más la vida de los animales que de las mujeres. Simplemente, no aceptan nuestra existencia», dice a través de WhatsApp.
Solo se aventuraron a salir un día a la calle y no repetirán la experiencia: «Nos siguió un coche muy de cerca y nos amenazaron con matarnos si tomábamos parte en alguna protesta. Aquí ya es imposible saber quién es tu amigo y quién puede convertirse en tu verdugo». Como en «La trinchera infinita», se siente completamente atrapada, condenada a vivir como un topo si quiere esquivar una muerte prematura.
Uno de los primeros síntomas que han notado los informadores desde que el último marine americano saliera del aeropuerto de Kabul, ha sido un crecimiento notable del miedo. Cada vez es más complicado lograr que alguien se aventure a hablar dando la cara en una fotografía y con nombre y apellido. Aunque quieren seguir contando lo que pasa porque saben que la «cuestión afgana», como sucede siempre, irá perdiendo hueco en los medios de comunicación dejándoles aún más expuestos.
La carestía económica se solapa a la falta de libertades. No hay que olvidar que muchas de estas mujeres, convertidas ahora en meras sombras, salían antes cada día a trabajar para llevar la comida a su casa. Karima cuenta con una familia de 15 personas a su cargo y su vida laboral se ha terminado. Al mismo tiempo que solicita ayuda para salir del país junto a todo su clan, explica que les comienzan a hacer falta algunos productos básicos.
La inflación en Afganistán está enloquecida; en solo dos semanas, la harina se ha encarecido un 30%, las verduras, un 50%, y la gasolina, un 75%. La ruina más absoluta acecha a un país que, hasta ahora, vivía casi exclusivamente de una ayuda exterior que se ha evaporado con la salida de las tropas aliadas. Es un panorama de gestión imposible, sobre todo para unos «políticos», los talibanes, que llevan décadas en una guerra de guerrillas que dista mucho de dirigir una economía.
Según contaba otro periodista afgano, cuando se apagaron los fuegos artificiales con los que celebraron su victoria incontestable el pasado martes, la calle se vació de la presencia de islamistas: «Estos últimos días apenas les hemos visto por las calles de las que no se movieron en diez días. Ahora solo han establecido los típicos controles de seguridad por barrios. Debe ser que están ocupando sus puestos en los Ministerios y en los edificios oficiales». Los talibanes se sientan ahora en los mismos despachos que, hace solo unos días, pertenecían a cientos de mujeres y hombres condenados ahora a vivir en la oscuridad.