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Alexei Navalni o el sacrificio en el altar de la democracia

El mayor opositor a Putin sabía que volver a Rusia significaría su encarcelamiento y, quizás, muerte en la cárcel. Sin embargo, decidió enfrentarse a su destino

El permafrost, o hielo perenne que rodea el centro penal IK-3, situado en la región siberiana de Yamalo-Nenets, donde, ayer, el opositor ruso Alexei Navalni fue declarado muerto a la temprana edad de 47 años y en circunstancias todavía por esclarecer, es una metáfora de la constante situación de inseguridad jurídica, y física, a la que se enfrenta cualquier político que se oponga al neozar de Rusia, Vladimir Putin. O se está con su visión del mundo, o los largos dedos de sus políticas absolutistas entran dentro de las vidas de los que se enfrentan al orden establecido como el agua helada que, tras colarse entre las grietas de cualquier roca, es capaz de hacerla pedazos. Ningún hombre está hecho de granito, pero el legado que puede dejar en vida es harina de otro costal que, en este caso, el Kremlin no podrá controlar, ni borrar.

No lo hará porque, bien mantenida y recordada, para la memoria de los hombres cuyos actos van dirigidos a mejorar la vida de los demás, en este caso liberarlos de las cadenas de un régimen cada vez más opresor, como demuestra la propia trayectoria de Navalni, "la muerte no es el final", según dice el verso de la canción que suena como himno para honrar a los caídos de las Fuerzas Armadas Españolas. Sus acciones lo han convertido en un símbolo de la resistencia rusa que es tan duro como el hielo eterno que rodea el lugar donde ha muerto; en un icono contra la deriva estalinista de su país. Ahora, el dolor que sufrió en vida, los problemas de salud relacionados con sus huelgas de hambre y el envenenamiento del que fue víctima en 2020 serán parte de la historia del ruso que tuvo el valor de decirle a Putin que la invasión de Ucrania es “la guerra más estúpida y sin sentido del siglo XXI”.

Su desafío fue más allá de lo imaginable cuando decidió volver a Rusia sabiendo que sería arrestado y mandado al gulag, y que posiblemente eso le costaría la vida. Lo hizo igualmente, ya sea convencido de que su regreso tendría un efecto dominó entre la población que también se opone al régimen, o porque solo en el martirio vio el camino para contribuir al final de Putin. Eso ya nunca lo sabremos. No obstante, lo que sí conocemos es su heroica y constante lucha contra el neozar que se sienta en el trono dorado del Kremlin, como lo hizo durante el juicio por “extremismo” ante el Tribunal Municipal de Moscú que, en 2023, lo sentenció a 19 años de prisión.

Recientemente, después de estar desaparecido durante días mientras era trasladado, reapareció en el centro penal IK-3 en Jarp, situado a casi 2.000 km al noreste de Moscú, en la región congelada de Yamalo-Nenets. Un lugar que, cualquiera que haya leído las obras de Aleksandr Solzhenitsyn, el Premio Nobel de literatura ruso cuya crítica al régimen también lo mandó a prisión, como Archipiélago Gulag o Un día en la vida de Ivan Denisovich, sabe que es un inferno helado en la durísima región ártica del norte de Rusia. Una cárcel remota diseñada para que los reclusos mueran lentamente en un clima salvaje, así como para que el mundo se olvide de sus prisioneros, aunque precisamente por eso, a menudo los que mueren injustamente entre sus muros dejan un legado de resistencia a la altura del de figuras históricas como Nelson Mandela. Sin embargo, Navalni no ha vivido para seguir adelante con su labor reconciliadora.

El Servicio Penitenciario Federal ruso aseguró que el opositor salió pasear y “perdió el conocimiento casi de inmediato”. Fue atendido en la prisión, pero “todas las medidas de reanimación no dieron resultados positivos”. Moscú dice que una comisión investigará las circunstancias del fallecimiento, según el diario ruso RBK, pero dada la larga lista de periodistas, activistas y opositores políticos que han muerto en extrañas circunstancias desde que Putin se hizo con el poder, posiblemente nunca sabremos si Navalny murió a causa de una enfermedad, o asesinado por las condiciones inhumanas en las que vivía. Sea esclarecido, o no, eso ha pasado a un segundo plano en comparación con el ejemplo de integridad personal que supone para la oposición rusa.

Quizás ahora su trágica muerte, así como los delitos de los que fue declarado culpable, muchos de ellos fabricados como los de creación y financiación de una organización extremista, el de corrupción de menores, o hacer llamamientos públicos extremistas contra el Estado, se convertirán en una inspiración para sus seguidores y herederos. Quizás, cuando lleguen las próximas elecciones presidenciales en Rusia, que sin duda serán maleadas y no contarán con una oposición capaz porque será desmantelada, estos saldrán a las calles para manifestarse como el opositor demandó siempre que pudo. El triste final de este graduado por la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos en 1998, y cuya breve carrera política, en 2011, fue descrita por la BBC como “la única figura opositora de peso que ha emergido en Rusia en los últimos cinco años”, deja un profundo vacío que será difícil de llenar.

Sin embargo, también prueba que detrás del control mediático del Kremlin, de sus servicios de seguridad e inteligencia que van dejando atrás un reguero de opositores que mueren envenenados, caen por ventanas o se suicidan con toda la familia en sus casas, existe una Rusia alejada de la megalomanía asesina de sus dirigentes cuyos planes de guerra y conquista, según reclamaciones históricas tan desfasadas que pertenecen a los museos, solo causan dolor y muerte. Una Rusia que, parafraseando a la famosa canción de Sting sobre las tensiones nucleares entre Moscú y Washington de los años 60 del siglo pasado, “créeme cuando te digo, espero que también ame a sus hijos”. Y que lo haga hasta el final cuando se trata de aquellos que, como Alexei Navalni, se han sacrificado en el altar de la democracia.