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Cadena perpetua a los carceleros de la “casa de los horrores”

El matrimonio Turpin secuestró y torturó durante toda su vida a sus trece hijos en su domicilio familiar.

David y Louise Turpin
David y Louise Turpinlarazon

El matrimonio Turpin secuestró y torturó durante toda su vida a sus trece hijos en su domicilio familiar.

Contemplen las fotografías. Dos padres vestidos para una boda y 12 niños de distintas edades vestidos de repollo en un salón de Las Vegas. Los críos sonreían en la enésima unión civil que celebran sus padres. Oficiada por un Elvis Presley de quita y pon en el paraíso del bacarrá y el plástico en mitad del desierto. Detrás de aquella estampa latía el mal absoluto. Un historial tremebundo de malos tratos, abuso y torturas. Años sin acudir al pediatra o al dentista. Casi dos décadas para los mayores de no asomarse casi nunca al sol. Con meses de encierros dignos de una mazmorra dickensiana. Todo el horror, todo el infierno, ha terminado con David Allen Turpin y Louise Anna Turpin, la pareja de Perris, sur de California, sentenciados a cadena perpetua. La condena no fue peor porque al menos tuvieron la decencia de admitir sus crímenes desde el primer minuto de la vista. Si hubieran obligado a que los niños declarasen en contra, si hubieran transformado el juicio en un maratón emocional para unos menores machacados, quizá habrían terminado en la sala de ejecuciones de San Quentin. Sí, California mantiene en vigor desde 2018 una moratoria de la pena de muerte. Pero todo puede cambiar y, desde luego, nadie ha canjeado por otras sentencias más o menos draconianas los cientos de condenas a la inyección letal.

Todo arrancó en enero del pasado año, cuando la pareja fue detenida por unos policías estupefactos, que no daban crédito a las monstruosidades que vieron en aquella casa. Los Turpin fueron inmediatamente acusados de mantener en condiciones inhumanas a sus 13 hijos. Los agentes habían arribado a su casa después de que una de las hijas, de 17 años, lograra fugarse por una ventana y pidiera ayuda. Cuentan que la adolescente había cultivado su plan de fuga durante varios años. Una vez que los coches patrulla llegaron al domicilio encontraron a una docena de niños y jóvenes encadenados a sus camas, malnutridos, vestidos con harapos, con el pelo y las uñas largas, deshidratados, cubiertos de mugre. Los testimonios de algunos de los hijos, concentrados en los alegatos finales, invitan a viajar por los territorios de la ignominia. Al mismo tiempo suponen un curso acelerado de perdón y amor. Con la excusa de educarlos en casa, de sortear los peligros del mundo y mantenerlos aislados de los lobos que viven fuera, cambiaron infancia por secuestro. Les negaban la posibilidad de ducharse, de hecho solo podían ducharse una vez al año, racionaban el agua que bebían, generalmente solo recibían una comida al día. No pudieron educarse con otros niños. Desconocían lo que es un amigo. Ni siquiera sabían manejar dinero. «Mis padres me arrebataron la vida, pero ahora estoy recuperándola», dijo una de las jóvenes, Jennifer Turpin, acompañada por el perro labrador de la policía que les asignaron para ayudarles a lidiar con la ansiedad. Detrás suyo fue Joshua Turpin, 27 años, leyó la declaración de otra de sus hermanas, Jessica. Una declaración de afecto, un reconocimiento a sus padres a pesar de todo el mal que hicieron. «Amo a mis padres tanto. Aunque puede que no haya sido la mejor manera de criarnos, me alegro de que lo hayan hecho, porque me han convertido en la persona que soy hoy. Quiero agradecerles por enseñarme acerca de Dios y la fe, Espero que nunca pierdan su fe. Dios mira el corazón, y sé que él ve el de ellos». Resulta interesante la mención religiosa. Los Turpin, cristianos pentecostales, fundamentalistas, pertenecientes al movimiento Quiverfull, mantuvieron un cierta apariencia de normalidad aunque quienes husmearon sus biografías hablan de una pareja que podría haber sufrido abusos sexuales durante su infancia, interesada en el ocultismo y hasta el satanismo, que mantenían a sus hijos completamente aislados de sus parientes y que cuando abandonaron por California su antiguo hogar en Texas dejaron detrás una visión dantesca de heces por los pasillos, animales muertos, sábanas atadas a los barrotes de las camas y una tremebunda pestilencia a orines. Nadie denunció, pudieron establecerse en Perris y el horror se multiplicó. Los niños mayores planificaron su escapada al detalle. Habían tomado decenas de fotografías con los teléfonos. Acumulaban miles de páginas de diarios donde describían su vía crucis. Una de los prófugos tuvo miedo y volvió a casa. La otra, aunque el teléfono no tenía batería, logró llamar a la policía. A los detectives les costó creerse que algunos de aquellos niños, pálidos, enclenques, podrían ser en realidad adultos. Los más pequeños fueron trasladados a la unidad pediátrica de la ciudad. Actualmente residen en dos hogares de acogida. Los mayores han empezado a estudiar y alquilaron pisos. Todos tratan de recoger los pedazos rotos. Es casi seguro que sus padres, que podrán solicitar la condicional dentro de 25 años, morirán la cárcel.