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Asia

Caos y furia contra Marcos tras el paso del supertifón Ragasa por Filipinas

El desastre natural ha venido acompañado del escándalo de que 545.000 millones de pesos (unos 8.000 millones de euros) destinados a prevenir inundaciones se han esfumado en proyectos fantasma

Daños causados por el tifón Ragasa en el norte de Filipinas BERNIE SIPIN DELA CRUZEFE

Un coloso atmosférico, el supertifón Ragasa, conocido localmente como Nando, irrumpió en Filipinas con vientos huracanados que superaron los 265 km/h, sembrando un panorama de devastación en el norte de Luzón. Casas arrancadas de cuajo, comunidades sumergidas bajo aguas turbulentas y al menos tres vidas truncadas son el saldo preliminar de una catástrofe que trasciende lo natural.

Mientras las olas embestían la isla de Panuitan, en Cagayán, y los aludes amenazaban con sepultar aldeas y arrasar cosechas, Manila se estremecía con una cólera distinta: la de un pueblo que, además de batallar contra la naturaleza, enfrenta la traición de un sistema político corroído por la codicia. Este lunes, cuando el ciclón tocó tierra, Filipinas ya era un polvorín. Apenas un día antes, decenas de miles de ciudadanos desbordaron las calles en las protestas más multitudinarias en años, clamando justicia por el desfalco de fondos que debían protegerlos de tragedias como esta.

El escenario fue dantesco. En la capital, un niño descalzo trepaba por un dique a medio construir, rodeado de un lodazal que no distingue entre promesas electorales y realidades truncas. En otro rincón, un hombre pedaleaba un triciclo contra la corriente y entre escombros, con la estoica resignación de quien sabe que la ayuda oficial es una fantasía.

La agencia meteorológica filipina catalogó a Ragasa como una “amenaza letal”, y no exageraba: más de 10.000 personas fueron evacuadas ante el peligro de inundaciones masivas, deslizamientos y marejadas que podían arrasar poblaciones costeras. Pero el verdadero desastre no es solo climático. Un escándalo de proporciones colosales ha revelado que 545.000 millones de pesos (unos 8.000 millones de euros) destinados a prevenir inundaciones se han esfumado en proyectos que, en el mejor de los casos, son chapuzas, y en el peor, simples espejismos.

El domingo, antes de que este monstruo descargara su furia, las arterias urbanas de Manila, Cebú, Davao y otras ciudades se convirtieron en un hervidero de indignación. La “Marcha del Billón de Pesos”, como la bautizaron, congregó entre 61.000 y 130.000 personas, según estimaciones policiales. Sin líderes visibles ni partidos al frente, el movimiento brotó de las redes sociales, aulas universitarias, iglesias y el murmullo de las comunidades.

Estudiantes, obreros, religiosos y ancianos se unieron en un grito unánime contra un sistema que les ha robado la seguridad. “¡Marcos, ladrón! ¡Fuera ya!”, resonaba en pancartas improvisadas que denunciaban “proyectos fantasma”. Un informe del Congreso destapó la magnitud del latrocinio: desde que Ferdinand Marcos Jr. asumió la presidencia en 2022, miles de millones de pesos se han volatilizado en contratos fraudulentos, dejando al país a merced de los caprichos climáticos.

La espontaneidad de las protestas las hace impredecibles, pero también genuinas. No hay un mesías político liderando la carga; la fuerza motriz es la indignación moral de un pueblo harto. Sin embargo, esta ausencia de estructura podría derivar en caos o en una represión estatal que la nación conoce bien. En las avenidas, las voces de los disidentes claman entre la frustración y una férrea resistencia.

Estudiantes de la Universidad Ateneo de Manila entonaban cánticos contra el presidente, a quien acusan de perpetuar el legado de su padre, el dictador Ferdinand Marcos Sr. “Es un déjà vu macabro. No queremos otro Marcos en el poder”, proclamaban, sosteniendo carteles que gritaban: “De la dictadura a la cleptocracia”. Hasta la Iglesia Católica, baluarte ético del país, ha alzado su voz. Sacerdotes bendicen las marchas y exhortan a “rebelarse contra la injusticia”. “La corrupción es un delito que condena a millones a la miseria”, predicaron, rememorando los días en que el cardenal Jaime Sin encabezó la Revolución del Poder del Pueblo en 1986.

Aunque la mayoría de las manifestaciones fueron pacíficas, la tensión estalló en puntos neurálgicos de Manila. En la calle Mendiola, cerca del Palacio de Malacañang, y en el puente Ayala, grupos de jóvenes enmascarados arrojaron piedras y cócteles Molotov, incendiando un camión y una motocicleta policial. La respuesta no se hizo esperar: chorros de agua a presión, sirenas ensordecedoras y nubes de gas lacrimógeno dispersaron a la multitud. Más de 200 personas fueron detenidas, incluyendo 88 menores, el más joven de apenas 12 años, según el alcalde de Manila, Isko Morena. Las fuerzas del orden reportaron 93 agentes heridos y 50 civiles atendidos por lesiones. “No sabemos si fueron manifestantes o alborotadores pagados”, afirmó la portavoz policial Hazel Asilo, sembrando sospechas de infiltrados que podrían justificar una escalada represiva.

El escándalo, destapado por el propio Marcos Jr. en su discurso sobre el Estado de la Nación en julio, expuso que de los 9.855 proyectos de control de inundaciones ejecutados desde 2022, la mayoría son un fiasco: obras inexistentes, construcciones endebles o contratos otorgados a un círculo cerrado de empresarios favorecidos. El Departamento de Finanzas estima pérdidas de 118.500 millones de pesos entre 2023 y este año, pero Greenpeace eleva la cifra a 18.000 millones de dólares.

En Bulacan, la constructora Wawao Builders se embolsó 9.000 millones de pesos por proyectos que nunca vieron la luz. Otro caso flagrante involucra a Sarah y Pacifico Discaya, dueños de una empresa que presumía de 28 autos de lujo, incluyendo un Rolls-Royce, mientras las comunidades se ahogaban.

El gobierno de Marcos Jr. se tambalea bajo el peso de esta doble tormenta. El mandatario, heredero de un apellido que despierta recelos, ha prometido “investigaciones minuciosas” y ha señalado a “burocracias heredadas” como culpables. Pero sus palabras suenan vacías ante la magnitud del desfalco. El hecho de que la Policía Nacional haya advertido sobre posibles “agitadores” infiltrados, es un indicio preocupante de que podrían optar por la mano dura. Mientras tanto, el secretario del Interior, Jonvic Remulla, ha ordenado evacuaciones forzosas en zonas de riesgo, insistiendo en que “la prioridad son las vidas”. Pero para muchos filipinos, el verdadero peligro es un sistema que los ha dejado a la deriva.

Filipinas no es extraña a las crisis. Desde su independencia en 1946, ha visto presidentes derrocados por corrupción, como Joseph Estrada en 2001, o envueltos en escándalos, como Gloria Macapagal Arroyo. Ahora, Marcos Jr. enfrenta el espectro de su propio linaje. Su elección en 2022 prometía cohesión y progreso, pero la realidad es cruda: mientras la economía crece, la brecha entre ricos y pobres se ensancha, con el 20% más acaudalado acaparando la mitad de la riqueza. Los tifones, cada vez más feroces por el cambio climático, agravan la penuria de millones.

El horizonte es incierto. Las demandas de la ciudadanía, alimentadas por la indignación y amplificadas por la tragedia de Ragasa, podrían desencadenar un proceso de destitución, una renuncia forzada o un desorden social aún mayor. El Congreso, controlado por aliados de Marcos, se resiste, pero la presión de las calles podría resquebrajarlo. En Manila, mientras las aguas suben y se hunden en el fango, los manifestantes no retroceden. Ragasa pasará, pero la agitación política apenas comienza a rugir. En Filipinas, la bravura de un pueblo traicionado ha derribado imperios de papel antes, y podría hacerlo de nuevo.