Ataque yihadista en Francia
¿Es una amenaza real?
Al igual que las bombas nucleares, un arma química es una herramienta de destrucción masiva. La utilización certera de estas armas puede causar miles de víctimas con una sola intervención. Al contrario de lo que comúnmente imaginamos, las armas químicas no siempre son dispositivos explosivos arrojadizos o teledirigidos como un misil o una bomba. Existen otras muchas formas de expandir un agente químico entre una población objetivo y muchas de ellas realmente perniciosas y difíciles de detener.
Según las define la Organización para la Prohibición del Armamento Químico, se considera «arma química» a cualquier compuesto químico o precursor que puede ocasionar la muerte, heridas, incapacidad temporal o irritación sensorial y a las municiones o herramientas requeridas para su suministro.
Aunque parece sencillo diferenciar un arma de lo que no lo es, la tarea en este caso no lo es tanto. De hecho, uno de los principales problemas encontrados a la hora de tratar con este armamento, sobre todo cuando se pretende legislar su uso, y una de las razones por las que es tan complicado su control definitivo es la dificultad de su definición. Un arma química, por ejemplo, puede resultar de la unión de dos sustancias que, por separado, son inocuas. Sólo cuando se introducen en el mismo recipiente y se las somete a determinadas condiciones de temperatura o presión reaccionarán para convertirse en un compuesto mortal. En muchas ocasiones, para poner las cosas aún más complicadas, dichos componentes por separado no sólo son inocuos, sino que se utilizan en la industria o en la farmacia con fines pacíficos, sanitarios o energéticos. Ésa es la razón por la que la Convención sobre Armas Químicas (el tratado internacional que prohíbe su uso desde 1997) se ve obligada permanentemente a actualizar sus bases de datos de sustancias, agentes reactivos, agentes precursores y dispositivos de dispersión.
Desde el punto de vista de sus efectos sobre el cuerpo humano, las decenas de sustancias que se reconocen como potencialmente destructivas se agrupan en cuatro grandes grupos: agentes asfixiantes, agentes vesicantes (que causan ampollas en la piel), agentes nerviosos o agentes hemorrágicos. Lo cierto es que muchos de estos agentes se pueden emplear con normalidad en la vida civil. Sustancias tóxicas catalogables como arma química se emplean en la limpieza industrial de materiales, como insecticidas, herbicidas, pinturas... incluso algunas de ellas tienen utilidad médica para detener la proliferación de células cancerosas. Estos productos sólo se consideran un arma cuando se producen o almacenan en cantidades que exceden los requerimientos para su uso en propósitos pacíficos.
La Convención sobre Armas Químicas, firmada por más de 190 países, tiene la misión de velar por ese correcto uso de las sustancias potencialmente tóxicas. Para facilitar su tarea, todos los productos químicos susceptibles de ser utilizados como arma se en-globan en tres categorías administrativas: el Grupo 1 responde a sustancias que han sido utilizadas como arma química alguna vez y no tienen muchas aplicaciones civiles. El Grupo 2 engloba sustancias que pueden ser precursores para fabricar los agentes del Grupo 1 y que, en la mayoría de los casos, tienen un uso industrial paralelo. El Grupo 3 lo componen agentes químicos que son producidos en masa por la industria civil y pueden ser utilizados también como ingrediente de un arma química.
El grupo que más preocupa hoy a las autoridades es, lógicamente, el 1. A él pertenecen nombres tristemente célebres como el gas sarín, el gas mostaza, la lewisita o la ricina. El gas sarín, por ejemplo, es un agente nervioso que bloquea la comunicación entre las células neuronales mediante el bloqueo de una encima (la colinesterasa). Las células se comunican entre sí enviándose señales de acetilcolina. Pero estas señales únicamente pueden mandarse cuando actúa la colinesterasa. El sarín impide el trabajo de esta última. Como consecuencia, los músculos dejan de recibir señales de control y se contraen espontáneamente. Las convulsiones imparables causan la asfixia de la víctima. (Hay que recordar que el diafragma también es un músculo). La mostaza sulfurada fue empleada ya en la Primera Guerra Mundial. Existen diferentes presentaciones que pueden dispersarse en el aire o en agua. Causa dolorosas ampollas, tos, diarreas, inflamación general del cuerpo y vómitos. Si se mantiene el contacto durante mucho tiempo en cinco o seis días se produce la supresión de la actividad de la médula ósea que conduce a anemias severas y a la muerte.
Las sustancias utilizadas como arma química se miden también por su toxicidad. Los expertos pueden medir la dosis letal media necesaria para matar al 50 por 100 de una población expuesta. Un gas lacrimógeno, por ejemplo, difícilmente es mortal. Se requieren más de 60.000 miligramos por minuto y metro cúbico para alcanzar la letalidad del 50 por ciento de las personas expuestas a él en un espacio cerrado. Pero el gas sarín presenta una dosis letal media de 35 miligramos y la ricina de menos de cinco.
La mayor parte de los países del mundo cumplen los requisitos de información sobre la fabricación y almacenamiento de estas sustancias a los que obliga la firma de la convención. Sólo hay cuatro países que se han negado sistemáticamente a ser controlados: Angola, Corea del Norte, Egipto y Sudán del Sur. Otros países como Irak o Siria no firmaron su adhesión a la Convención pero han ratificado su compromiso teórico de entregar sus depósitos de este armamento.
El problema geoestratégico reside en que Oriente Medio no puede ser considerado todavía una región libre de armas químicas. El armamento de Siria e Irak o parte de sus componentes ha caído sin duda en manos del Estado Islámico y algunos informes advierten de que ya ha empezado a utilizarlo sobre el terreno. Un ataque terrorista con ese material como el que alerta el primer ministro Valls supondría una novedad inédita en terreno de seguridad en Europa. Los escenarios más preocupantes incluyen el uso de artefactos explosivos cargados de agentes químicos, la diseminación de productos en las aguas o conductos de aire de edificios públicos o la dispersión a través de vehículos en las calles de una gran ciudad. La tecnología permite hoy en día instalar sensores de alarma en espacios públicos para detectar estos ataques. La prevención es básica porque, una vez dispersado el agente, la posibilidad de evitar que cause daño es muy reducida.
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