Elecciones en Brasil

La inseguridad marca la segunda vuelta en Brasil

Vista de Dona Marta, una de la principales favelas que rodean Río de Janeiro
Vista de Dona Marta, una de la principales favelas que rodean Río de Janeirolarazon

Ante la inacción del Gobierno, las bandas del «narco» han retomado el control de las favelas tras el Mundial de Fútbol

- Cuando en el año 2010 un megaoperativo televisado en vivo, coordinado entre 2.700 efectivos de las Fuerzas Armadas y la Policía civil, irrumpió en las favelas del norte carioca, Vila Cruzeiro y Complejo del Alemao, donde estaban refugiados unos 600 narcotraficantes, todos salieron a colgarse medallas. «Limpiamos la favela sin pegar un tiro», dijeron orgullosos los miembros de la temida BOPE, la Tropa de Elite carioca.

De hecho, el operativo fue calificado como «exitoso» por el ex presidente Lula da Silva, quien pese a todo, advirtió de que «es obvio que esto no terminó, que apenas comenzó». En esto último llevaba razón. Y es que el problema no remite, sólo se ha ido desplazando de una favela a otra.

Esos mismos «narcos» que protagonizaron películas como «Ciudad de Dios», no estaban muertos, ni presos. Simplemente se habían desplazado a otros cerros. De las grandes capitales, las estadísticas más sombrías se las lleva Río de Janeiro. Allí, las armas de fuego son la principal causa de muerte: representan el 65% de los decesos. Superan a los accidentes automovilísticos y las enfermedades. La ciudad Maravilla, rodeada de más de 800 favelas, resulta incontrolable. Un ejército de «narcos» armados con artillería pesada, que si un día decidieran coordinase y atacar unidos, serían capaces de tomar la ciudad.

En Tiffy, una fábrica abandonada del Complejo de Alemao, se refugian más de 1.000 familias. Dentro del predio es fácil perderse. En este laberinto de casas de madera han formado su hogar aquellos que no tienen ni siquiera para pagar el alquiler de las maltrechas casas de ladrillo desnudo que conforman la favela. Pero es también un refugio seguro. Las paredes de hormigón y el alambre los protegen. «Después de que pacificaran la favela, los precios se dispararon. Me pedían 500 reales [150 euros] por una habitación donde poder meterme con mis cinco hijos», asegura Regina, una mujer de tez negra y unos 50 años de edad. «Al principio hubo paz, pero pronto volvieron los tiros. La policía pacificadora, la UPP, aprendió los malos hábitos de la Policía local y empezó a cometer abusos y disputar el negocio a los «vagabundos [delincuentes] aquí me siento más segura que fuera», añade Regina.

En un país donde mueren asesinadas más de 50.000 personas al año, la seguridad se ha convertido en una de las principales preocupaciones de los ciudadanos brasileros. Sólo por detrás de la corrupción, la salud y la educación. A pocos días para las elecciones, centra los debates de campaña. En los debates ambos se acusan mutuamente y admiten no tener recetas mágicas para calmar las calles. La presidenta, Dilma Vana da Silva Rousseff, insiste en que su objetivo es reformar la Constitución para que Brasilia asuma competencias y responsabilidades, hoy en día mayoritariamente concentradas en los Estados. También reitera el éxito del Mundial y su voluntad de multiplicar los Centros de Comando y Control, circuitos de control de las calles con cámaras donde los cuerpos policiales y de bomberos trabajan de manera coordinada. Su rival, el conservador Aceo Neves, defiende dar más peso y recursos económicos a la Policía Federal y aumentar el control en las fronteras, donde el tráfico de drogas causa estragos.

Las cifras son escandalosas, más propias de una guerra. El gigante suramericano tiene sólo el 2,8% de la población mundial, pero sufre anualmente el 11% de los homicidios mundiales. Las cifras de desempleo son bajas y, aunque la economía brasileña se encuentra en recesión, el consumo interno sigue subiendo. Hay que buscar otras causas, aparte de lo meramente económico. Una justicia lenta, la Policía corrupta, la impunidad y las cárceles abarrotadas y convertidas en escuelas del crimen completan el mosaico. Un problema que ningún Gobierno asume como propio, pero que si no lo ataja el próximo mandatario, podría alcanzar proporciones bíblicas, como en México o Venezuela.