Bruselas
Las incógnitas de su reinado
El rey Felipe no lo va a tener fácil. También tendrá que ganarse el trono, como su padre
Ayer comenzó Felipe a reinar sobre los belgas. Y lo ha hecho de manera discreta, sin levantar arcos triunfantes ni llevando a Bruselas a los miembros del Gotha para que le arroparan. Simplemente ha añadido al presupuesto habitual de la fiesta nacional, que se celebró también ayer, y que suele ser de 500.000 euros, otros 100.000 más. Y aunque las comparaciones son siempre odiosas, nada tuvieron que ver las ceremonias y actos del comienzo de su reinado con los fastos de su vecina Holanda, ni con los presupuestos recientes para funerales de Estado que conocimos en Gran Bretaña. Y eso está bien.Está bien porque una ceremonia de abdicación del anterior soberano, y otra de jura del sucesor, no necesita de invitados reales que llenen las páginas del papel cuché. Tampoco de grandes presupuestos. Las nuevas monarquías se van poniendo al día. Ya saben que viven de los presupuestos del Estado y que no son tiempos de derroche, sino más bien de austeridad.
Sin embargo, la proclamación y jura del nuevo Rey permite otras consideraciones. La primera, el recuerdo al que deja la Jefatura del Estado: Alberto II. Nadie daba un duro por él cuando juró su cargo. Hasta los propios monárquicos pensaban que era mejor que dejara correr el turno y que fuera su hijo, el desde ayer nuevo rey, el que sucediera a Balduino. Para eso, el llorado soberano se había preocupado incluso de formarlo. Pero no fue así. Y no fue así porque, sencillamente, se cumplió la ley. Y la ley belga decía, su Constitución, que la corona correspondía al hermano menor Alberto. Ni los datos ya conocidos entonces sobre su hija extramatrimonial, ni las infidelidades de Paola, ni siquiera las propias dudas que despertaba él mismo, fueron motivo para que renunciara a sus derechos legítimos. Y juró. Y reinó veinte años. Veinte años en los que los negocios de su hijo Laurent y las pretensiones de su hija natural fueron solo el aperitivo de lo realmente difícil: reinar sobre un país dividido en dos comunidades, flamencos y valones, que hacen responsable a la monarquía de su unidad. Pero lo hizo.
Desde hace meses se viene hablando en Bélgica de una reforma constitucional que limite los poderes del soberano, especialmente en lo que se refiere a la designación del primer ministro. Algo de lo que Alberto II puede vanagloriarse. Fue su gran acierto cuando resolvió hace unos años una crisis que tuvo a Bélgica sin gobierno durante casi dos años. Ahora, los partidos flamencos pretenden limitar en la Constitución esos poderes poco habituales en Europa, todo hay que decirlo, pero muy eficaces para un país dividido y poco dado a los pactos. Veremos cómo sortea este temporal el nuevo monarca. Ahí tendrá que poner en práctica todo su saber hacer, sobre todo desde que unas declaraciones suyas consiguieran irritar al entonces partido mayoritario flamenco.
Una segunda reflexión tiene que ser naturalmente sobre el nuevo Rey. Felipe llega al trono con una cierta contestación. Se ha puesto en duda su preparación y su carácter. Lo primero tiene gracia siendo licenciado en Oxford (Inglaterra) y en Stanford (Estados Unidos); pero son las dudas sobre su timidez las que despiertan una mayor sonrisa. Es verdad que los belgas no son como los holandeses. Estos llevan la monarquía en el corazón y en la cartera, pero los belgas –algunos belgas- la perciben como un yugo. Pues deberían percatarse de que los últimos soberanos, Balduino y Alberto, han sido bastante ejemplares en el cumplimiento de sus obligaciones en la Jefatura del Estado. Y que el nuevo Rey se presenta arropado por Matilde, la primera reina belga de la dinastía, y cuatro hijos que aseguran, no solo la sucesión, sino la tranquilidad de un hogar ya creado, que le permita dedicarse por entero a su país. No lo va a tener fácil. También tendrá que ganarse el trono. Como su padre.
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