
Tribuna
El nacionalismo ruso: de herramienta de la URSS a pilar del putinismo
Actúa hoy como el cemento que pretende unir las ruinas del imperio soviético bajo un nuevo rostro autoritario y nacionalista

La sombra de Stalin y neoimperialismo nacionalista
El New York Times informaba el 28 de mayo sobre la reciente instalación de una imponente estatua de Joseph Stalin en la emblemática estación de metro Kurskaya de Moscú. Este hecho, lejos de ser una mera anécdota o un simple acto de revisionismo nostálgico, supone un elocuente prefacio a la compleja trama de la Rusia contemporánea: una nación donde las sombras del pasado soviético, lejos de disiparse, son selectivamente invocadas para cimentar el edificio del presente. La efigie del dictador georgiano, bajo cuyo yugo el nacionalismo ruso fue instrumentalizado con una eficacia brutal para galvanizar al Estado en tiempos de guerra y paz, resurge no tanto como un tributo al comunismo, sino como un guiño a la autocracia, a la nostalgia del imperio perdido y a una particular concepción de la grandeza rusa.
Este tipo de manifestaciones son la punta del iceberg de un fenómeno mucho más profundo: la progresiva e inexorable absorción de la identidad y el nacionalismo rusos como núcleo aglutinador y vector de poder, primero dentro del proyecto soviético, y ahora, con renovado vigor, en la Rusia de Vladímir Putin. La Federación Rusa, formalmente democrática y postcomunista, ha reincorporado esa misma matriz ideológica, si bien desplazando la brutal maquinaria represiva marxista-leninista por el culto a una identidad nacional esencialista, autoritaria y de marcado cariz revanchista. Las palabras del propio presidente ruso, pronunciadas hace años, pero hoy más presentes que nunca: «La desaparición de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Esta afirmación no solo refleja una profunda nostalgia imperial, sino que revela la fusión definitiva entre el nacionalismo ruso y la praxis autoritaria del Estado postcomunista, una continuidad que la reaparición de Stalin en el espacio público moscovita, destacada hoy por la prensa internacional, no hace sino subrayar.
La URSS como Imperio Ruso Disfrazado de Internacionalismo
La mentira fundacional: igualdad federativa y centralismo moscovita
La arquitectura constitucional soviética proclamaba con solemnidad la soberanía formal de cada república federada, llegando incluso a reconocer su teórico derecho a la secesión. No obstante, esta elaborada construcción jurídica era, en la praxis, un espejismo. El Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) operaba como una estructura férreamente hipercentralizada, dominada no solo por rusos étnicos en sus escalafones más altos, sino también por una lógica inquebrantable de subordinación vertical a Moscú. La rusificación, a menudo sutil pero siempre persistente, se manifestó en múltiples dimensiones:
1.La imposición del idioma ruso como lingua franca indispensable para la administración, la educación superior y cualquier aspiración de ascenso social o profesional a lo largo y ancho de la Unión.
2.La promoción del relato histórico ruso, con sus héroes y sus mitos fundacionales, como la columna vertebral de la narrativa soviética oficial, integrando y, a menudo, subordinando las historias nacionales de las demás repúblicas.
3.Un desprecio, a veces implícito y otras explícito, hacia las culturas periféricas no rusas, consideradas en muchos casos como manifestaciones folclóricas o, en el peor de los casos, como vestigios de un nacionalismo "burgués" a erradicar.
4.Las políticas de colonización demográfica, impulsadas mediante traslados forzosos de poblaciones y asentamientos planificados de rusos étnicos en regiones estratégicas de las repúblicas no rusas, alterando equilibrios ancestrales.
5.De la “amistad de los pueblos” al chauvinismo disfrazado de internacionalismo
El concepto de la "amistad de los pueblos" fue uno de los pilares propagandísticos del régimen, pero esta fraternidad pregonada enmascaraba una jerarquía implícita. El punto de inflexión definitivo se produjo durante la Segunda Guerra Mundial, rebautizada por la historiografía oficial como la "Gran Guerra Patriótica". Ante la embestida del Tercer Reich, Stalin no dudó en aparcar los dogmas internacionalistas para apelar directamente al patriotismo ruso más visceral. La contienda no se libró primordialmente en nombre del comunismo internacional, sino como una epopeya rusa heroica, con resonancias que evocaban las gestas militares de la era zarista. Figuras como Alexander Nevsky o Dimitri Donskói fueron resucitadas, y hasta San Jorge pareció resucitar bajo el estandarte rojo.
Paralelamente a esta exaltación nacional rusa, se observó un endurecimiento de las políticas hacia otras nacionalidades. El antisemitismo institucional, aunque velado, persistió; repúblicas con fuertes identidades nacionales como Georgia, Armenia, los Estados Bálticos o, crucialmente, Ucrania, vieron sus particularidades sistemáticamente reprimidas. Cualquier atisbo de autonomía nacional que excediera los límites tolerados era tildado de desviación burguesa y aplastado sin miramientos. No era ya el comunismo sino una suerte de “nacional-bolchevismo” con un inconfundible rostro eslavo, donde el "hermano mayor" ruso dictaba las pautas.
La transición de Yeltsin a Putin: ¿fin del comunismo o continuidad del imperialismo?
La década perdida y la venganza de la élite “siloviki”
La implosión de la URSS en 1991 sumió a millones de rusos en un estado de conmoción. Para muchos, representó no solo una humillación geopolítica de proporciones históricas, sino también un profundo colapso ontológico, una pérdida de referentes y de orgullo nacional. La caótica década de 1990, marcada por una crisis económica devastadora, el auge de una corrupción oligárquica rampante y el visible declive de la influencia rusa en el escenario mundial, creó un caldo de cultivo idóneo para el resentimiento y la añoranza de la grandeza y del orden perdidos. Este vacío fue astutamente capitalizado por una nueva élite emergente: los siloviki, individuos provenientes fundamentalmente de las antiguas estructuras de seguridad del Estado (KGB, GRU) y del ejército. Estos hombres no añoraban necesariamente la ideología marxista-leninista, pero sí ansiaban la restauración del poder vertical, la disciplina estatal y, sobre todo, el orgullo imperial perdido.
Vladímir Putin emergió como la encarnación perfecta de estas aspiraciones: un oficial del KGB con una visión pragmática y darwinista de la política internacional, un hombre que prometía orden y la restauración de la grandeza rusa. Bajo su férreo liderazgo, los incipientes brotes democráticos de la era Yeltsin borrados sin contemplaciones, y se impuso una nueva narrativa oficial:
1.La gloria soviética más presentable (la victoria en Stalingrado, el hito de Yuri Gagarin, el triunfo sobre el nazismo).
2.Un nacionalismo étnico panruso, que enfatiza la unidad de los pueblos eslavos orientales bajo la égida de Moscú.
3.El cristianismo ortodoxo, rescatado y promovido como pilar moral y espiritual del Estado y de la identidad rusa.
4.Una marcada voluntad de revancha geopolítica frente a un Occidente percibido como expansionista y hostil.
Putinismo y el nacionalismo ruso como sustituto del comunismo soviético.
El "putinismo", ha demostrado una notable habilidad para reciclar y adaptar muchos de los elementos de control y cohesión social del período soviético, despojándolos de su envoltorio comunista. La economía planificada fue reemplazada por un capitalismo de Estado con fuertes tintes clientelares, pero el FSB (sucesor del KGB) mantuvo e incluso amplió su influencia; el presidencialismo devino en una forma de autocracia personalista; los medios de comunicación fueron progresivamente alineados con la narrativa oficial, y cualquier forma de disidencia interna, sistemáticamente perseguida o neutralizada.
La diferencia fundamental radica en que el dominio ruso y la justificación del poder ya no se disfrazan con la retórica del internacionalismo proletario, sino que se proclaman abiertamente a través de un nacionalismo ruso asertivo y, en su proyección exterior, agresivo. La tesis central del putinismo postula que Rusia no es meramente un Estado-nación entre otros, sino una "civilización" singular con un destino histórico propio. En esta cosmovisión, las repúblicas exsoviéticas, y muy especialmente Ucrania, son consideradas partes inseparables de su esfera de influencia natural, el denominado "Mundo Ruso" (Russkiy Mir).
La herencia colonial soviética: las repúblicas federadas como sujetos colonizados
Las agudas tensiones que la Rusia contemporánea mantiene con Ucrania, Georgia, Moldavia, y su compleja relación con los Estados Bálticos e incluso con repúblicas centroasiáticas como Kazajistán, no pueden comprenderse cabalmente sin revisar la estructura intrínsecamente imperial del Estado soviético. El supuesto federalismo de la URSS, tan ensalzado en la propaganda, ocultaba en realidad una relación de naturaleza colonial entre el centro moscovita y las periferias no rusas, sustentaba en lo siguiente:
1.el expolio sistemático de los recursos naturales de las repúblicas;
2.una política de asimilación cultural forzosa o inducida, que buscaba diluir las identidades nacionales en el crisol de un "hombre soviético" profundamente rusificado.
3.La marginación política de las élites locales no dispuestas a una sumisión incondicional a Moscú.
La represión sistemática de la memoria histórica no rusa, especialmente de aquellos episodios que contradecían la narrativa oficial de unión voluntaria y fraternal (como el Holodomor en Ucrania, símbolo brutal de esta opresión).
Hoy, Moscú, bajo el liderazgo de Putin, sigue actuando en muchos aspectos como una metrópoli que se resiste a aceptar la emancipación plena de sus antiguas colonias. La negación de la identidad nacional ucraniana, presentada como una construcción artificial o un apéndice de la "gran nación rusa", no es una invención del siglo XXI, sino la continuación de una práctica estructural que se remonta a la era zarista y que fue perfeccionada durante el período soviético. La actual invasión de Ucrania es la manifestación más trágica y directa de ese patrón imperial, revestido de imperialismo ruso geopolítico que apenas disimula sus ambiciones hegemónicas.
Conclusión: el nacionalismo ruso como continuidad sistémica
La Rusia de Vladímir Putin no representa una ruptura radical con el pasado soviético, sino, en muchos sentidos fundamentales es su heredera. Ha descartado el comunismo como sistema económico y como doctrina oficial, pero ha absorbido y refinado su vasto aparato represivo, su inveterado centralismo autocrático y, de manera muy especial, su sofisticada instrumentalización del nacionalismo ruso como argamasa ideológica del Estado.
El nacionalismo ruso fue primero la herramienta que, sigilosamente, colonizó desde dentro al propio comunismo soviético, vaciándolo de su contenido internacionalista original. Hoy, ese mismo nacionalismo, exaltado y reconfigurado, actúa como el cemento que pretende unir las ruinas del imperio soviético bajo un nuevo rostro autoritario y nacionalista, con una clara vocación de reafirmar su poder en la escena mundial.
Putin no es simplemente un nuevo zar ni un secretario general redivivo: es, quizás, la síntesis postmoderna y pragmática de ambos arquetipos. Su régimen ha sublimado el nacionalismo, convirtiéndolo en un instrumento multifuncional de control interno, de proyección de poder externo y de cohesión simbólica para una sociedad que aún busca su lugar en el mundo tras las convulsiones del siglo XX. Es una autocracia nacional-imperial consolidada, con profundas raíces soviéticas y un ropaje eslavo-ortodoxo cuidadosamente tejido para el consumo doméstico e internacional.
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