
Curiosidades
¿Qué significa el pañuelo naranja y por qué sólo se ha sacado una vez en Las Ventas en toda su historia?
Tan solo "Belador" de Victorino Martín tiene ese honor en toda la vida de la plaza de Las Ventas

En el lenguaje simbólico y ritual de la tauromaquia, los colores de los pañuelos que ondea el presidente de una corrida tienen un poder casi litúrgico. Cada uno de ellos —blanco, verde, rojo, azul— representa decisiones claves en el desarrollo del festejo: desde el inicio del espectáculo hasta la devolución de un toro a los corrales o la concesión de trofeos. Pero hay un color que sobresale por su excepcionalidad, por su aura de leyenda y por su casi absoluta ausencia: el pañuelo naranja.
Este pañuelo, que apenas se ve ondear en las plazas, encierra uno de los gestos más significativos —y al mismo tiempo más inusuales— del toreo: el indulto de un toro, es decir, el perdón de su muerte por su bravura y nobleza excepcionales. Un gesto que transforma al animal en algo más que un protagonista fugaz de una tarde de gloria: lo convierte en eterno.
¿Qué significa el pañuelo naranja?
El pañuelo naranja es la señal que el presidente de la plaza utiliza para conceder el indulto de un toro. Para que esto ocurra, deben alinearse una serie de condiciones extraordinarias: el toro debe haber demostrado una bravura fuera de lo común en todos los tercios —especialmente en el último, el de muleta— y debe mantener su casta, su acometividad, su humillación y su fondo hasta el final. Además, el público debe pedirlo con vehemencia, a lo que se suman también la voluntad del torero y, por supuesto, la disposición del ganadero.
El indulto no es un capricho ni un regalo: es un acto de justicia simbólica y ganadera, que premia la raza, la bravura y la perfección del toro. El animal, una vez indultado, no muere en la plaza, sino que regresa al campo como semental para perpetuar sus cualidades en futuras generaciones.
¿Cómo se ha vivido esto en Las Ventas?
Sin embargo, en la catedral del toreo, la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, el pañuelo naranja solo se ha utilizado una vez en toda su historia centenaria. Ese día marcó un antes y un después en la tauromaquia contemporánea. Y el protagonista absoluto fue un toro que pasó de bravo a inmortal: Belador, de la legendaria ganadería de Victorino Martín.
La fecha ya forma parte del calendario íntimo de la historia taurina: 19 de octubre de 1982. En esa tarde otoñal, la plaza de Las Ventas —ya entrada en la recta final de su temporada— fue testigo de un acontecimiento que hasta entonces solo se podía imaginar en la ficción o en la memoria oral de los más viejos del lugar.
Belador, un toro cárdeno, bajo y armónico, de Victorino Martín, saltó al ruedo con una embestida que pronto puso en pie a la afición venteña, una de las más exigentes y ortodoxas del planeta taurino. Desde su salida mostró esa bravura áspera pero encastada que caracteriza a la ganadería de la A coronada. Fue en la faena de muleta, sin embargo, donde desplegó una entrega sostenida, una nobleza sin pausa, una fijeza admirable.
Quien lo toreó aquella tarde fue José Ortega Cano, joven torero entonces, que supo entender al toro, templarlo y conducir su embestida en una faena de hondura, ligazón y emoción creciente. El clamor del público comenzó a sonar desde los tendidos. Primero como un murmullo, luego como un rugido unánime: “¡Indulto! ¡Indulto!”
El presidente, tras valorar lo extraordinario de la actuación del toro, sacó lo que hasta entonces nadie había visto ondear en Las Ventas: el pañuelo naranja. Belador fue indultado. Salió vivo por la puerta de toriles, volvió al campo, y desde entonces se convirtió en símbolo y leyenda de lo que significa la bravura pura.
El legado de un momento irrepetible
Belador no solo fue el primer —y hasta ahora único— toro indultado en la plaza más importante del mundo. Fue también el espejo de una ganadería que había luchado durante décadas por devolver al toro encastado su sitio de honor. Para Victorino Martín padre, ese indulto fue una recompensa moral, ganadera y artística a una vida entera de esfuerzo, selecciones rigurosas y amor al toro íntegro.
Desde entonces, el nombre de Belador ha sido citado como paradigma del toro bravo, y su historia ha sido contada y recontada entre aficionados, ganaderos y toreros como un faro que alumbra la verdadera esencia de la fiesta.
¿Por qué no ha vuelto a verse el pañuelo naranja en Las Ventas?
Que en más de 90 años de historia moderna solo un toro haya merecido el indulto en la plaza más exigente del mundo dice mucho de su rigor. Las Ventas no se rinde fácilmente al entusiasmo colectivo. La plaza madrileña exige que la bravura no sea solo emoción, sino completa, continua, total. Y que el toro no solo embista con nobleza, sino con poder, con duración...
Otros toros han estado cerca. Algunos han recibido ovaciones clamorosas en el arrastre, otros han merecido vueltas al ruedo póstumas. Pero ninguno ha llegado al punto de Belador. Y por eso, ese pañuelo naranja sigue guardado, como una reliquia, esperando quizás otros cuarenta años, o más, para volver a ondear. También es verdad que en Madrid cuesta como ninguna, no pasa esto en otras plazas, donde la bravura y ganarse el fin último de la tauromaquia que es el indulto se premia con más facilidad. Dentro de las complejidades de Madrid entra esa dificultad de limitar el indulto, incluso las vueltas al ruedo, como ha ocurrido en este San Isidro para demostrar en ocasiones, más complejo que otra cosa, que su rigor está por encima. Un error, nada está por encima que premiar la bravura del toro.
Y Belador, aquel toro cárdeno que un día de octubre se ganó el corazón del aficionado más duro, vive todavía en el recuerdo colectivo como el toro que no murió en Las Ventas, sino que nació para la eternidad
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