Israel
Netanyahu, un líder acorralado frente a la ira de los israelíes
Si aparca su polémica reforma judicial, los socios radicales dejarán caer al Gobierno. Pero si continúa adelante, Israel se asomará a una guerra civil
Cuando Benjamin Netanyahu retomó el poder hace tres meses, presumió de la robusta unidad en las filas del Gobierno más derechista de la historia. Con una cómoda mayoría absoluta de 64 diputados, el líder del Likud, de la mano de sus aliados ultraortodoxos y de extrema derecha, apuntó las cuatro prioridades de su sexto ejecutivo: frenar el plan nuclear de Irán, devolver la seguridad ciudadana, atajar la carestía de la vida y seguir impulsando la “oleada de paz” iniciada con los Acuerdos de Abraham. Obvio mencionar la controvertida reforma judicial, que ha incendiado Israel y ha puesto al “Rey Bibi” entre la espada y la pared.
Pese a sus incuestionables habilidades políticas que le permitieron retomar el poder -con 15 años es el líder con más años al frente del país-, Netanyahu no calculó las consecuencias que acarrearía el cese del ministro de Defensa, Yoav Gallant. Tras exigir la detención de las leyes que están erosionando la separación de poderes en el estado judío, alegando que la seguridad nacional está en riesgo, el premier fulminó a este pesado del Likud y creyó que así frenaría más deserciones internas.
Lo que no esperaba fue la movilización masiva que despertó, con cientos de miles de israelíes volcados en las calles. La noche del 26 de marzo marcó un punto de inflexión. Forzado a detener la “reforma judicial” para dar margen a la negociación y evitar una guerra civil, “Bibi” tiene ahora dos salidas. Seguir su hoja de ruta arriesgando el derramamiento de sangre y una insalvable quiebra interna, o llegar a un acuerdo con la oposición, bajo el riesgo de que sus aliados ultraderechistas abandonen la coalición.
“Estamos atemorizados, sentimos que estamos perdiendo nuestro país”, comenta a LA RAZÓN Orly Felman, residente del kibutz Kfar Szold. Si bien las movilizaciones del “Israel liberal” llevan trece semanas exigiendo a Netanyahu que frene sus planes, pocos esperaban un deterioro de la situación tan precipitado. Decenas de compañías hi-tech anunciaron sus planes de dejar el país y retirar inversiones, ante la falta de protección jurídica existente en un país sin justicia independiente. En una iniciativa sin precedentes, cientos de reservistas del ejército alentaron la insumisión para no “servir en el ejército de una dictadura”.
Tras la indignación colectiva por el cese de Galant, los sindicatos llamaron a la huelga general, las universidades cerraron e incluso el aeropuerto de Ben Gurion frenó sus operaciones. El colofón fue la advertencia pública del presidente norteamericano Joe Biden, un aliado imprescindible que advirtió a Netanyahu que “Israel no puede seguir por este camino”. Enfurecido, el premier israelí replicó que lidera un estado soberano que no acepta presiones, ni de sus “mejores amigos”. En una protesta progubernamental en Tel Aviv replicaron: “¡Fuck Biden!”. En tono trumpista, el Likud acusó al presidente demócrata de contaminarse con "fake news" respecto al plan que pretende limitar las autoridades del Tribunal Supremo, controlar la selección de sus jueces o blindar al premier en el poder.
“Falló en anticipar la amplia oposición despertada en distintos sectores de la sociedad. Empresarios, el aparato de seguridad, e incluso miembros del Likud se posicionaron contra su plan de eliminar el balance entre las instituciones de la democracia israelí”, consideró Anshel Pfeffer en "The Economist". Los detractores de “Bibi” están en alerta máxima, ya que consideran que el parón temporal a la legislación es una estrategia basada en lo que ocurrió en Polonia. En 2017, el presidente Andrezj Duda apretó el freno, pero aprovechando el parón navideño y la desmovilización popular, aprobó de sopetón las leyes para debilitar y politizar la judicatura.
Mientras Netanyahu afirmaba que “una minoría de extremistas está desintegrando el país con sus llamamientos a la insumisión”, bandas de extrema derecha agredieron a periodistas, árabes y manifestantes de izquierdas. Desde los organizadores de las marchas antigubernamentales, alegan que la gente perdió definitivamente el miedo, y presumen del primer gran logro de la revuelta sin haber derramado -todavía- ni una gota de sangre.
“En un instante, la sensación de desespero se convirtió en una enorme esperanza”, explicó Yodfat Harel al digital Calcalist. Recordó el punto de inflexión del 26 de marzo: “hay quienes nos acusan de anarquistas, pero decenas de miles de ciudadanos, niños y ancianos, laicos y con kipá, de derechas e izquierdas, llegados de norte a sur, salieron de manera espontánea a bloquear las calles, con banderas de Israel al grito de ¡democracia!”. Recordando los riesgos a la seguridad del país, el publicista Dor Saar mostró temor a que “Hamas aproveche la situación”. Ray Biton sintió que “de repente, en pleno temblor, no identifiqué a Israel, ni a mi mismo dentro del país”.
Desde el otro lado de la trinchera, los likudniks alegan que “nos están robando las elecciones”, ya que sienten que su mayoría parlamentaria no se traduce en la aplicación de la “voluntad del pueblo, que votó la reforma judicial”. Entre los eslóganes, destaca el mantra “soy un ciudadano de segunda”. El Likud sigue explotando la guerra identitaria interna, alegando que su base electoral, mayoritariamente formada por judíos mizrajíes (procedentes del norte de África y Oriente Medio) sigue discriminada por una élite judicial y mediática de judíos ashkenazíes (procedentes de Europa). La contienda por la reforma judicial está desatando una lucha que definirá el carácter de Israel: una democracia liberal de corte occidental, o un estado autoritario guiado por la tradición judía.
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