Prostitución

Una prostituta de la mina de Bantako (Senegal): "A veces se marchan los clientes y yo me quedo llorando"

Miles de mujeres nigerianas transitan por África Occidental con la promesa de un pasaje a Europa, pocas veces llegan

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Vista general de una mina de oro cerca de Kamituga.La RazónLa Razón

Hay que fingir ser un cliente. Esto es importante. Cuando un periodista se anuncia por su profesión en la puerta de un prostíbulo en Kédougou, Senegal, lo más probable es que no le ocurra nada, pero también es difícil que vayan a contestarle a sus preguntas con una naturalidad sincera. Se encontrará con miradas que le rehúyen y el gesto suspicaz de algún hombre que se encuentre próximo, no necesariamente el proxeneta, puede que un cliente habitual, o un interesado. Pueden pensar que realmente se trata de un policía.

A 40 kilómetros de la ciudad de Kédougou, en la región que lleva su mismo nombre, existe una mina de oro artesanal de gigantescas proporciones y donde pican túneles miles de hombres venidos de Guinea Conakry, Burkina Faso y Mali, musculosos y cubiertos de polvo blanco al final de la jornada. Los mineros (y el conglomerado urbano que se ha creado a raíz de ellos en forma de boutiques, peluquerías, tiendas de alimentación y mototaxis) viven en una ciudad-favela que se extiende a dos kilómetros de distancia de la mina casera de Bantako. Aunque existe un jefe tradicional que gusta de pasar tiempo en sus campos, lejos del poblamiento, no hay otra autoridad oficial a la vista a lo largo de kilómetros de curvas y de calles esmirriadas. Dentro de esta localidad empujada de los mapas, al doblar una esquina aleatoria aparece un grupo de casas idéntico al resto donde un minero inmigrante puede ir a saciar sus perversiones, o la frustración.

Pero no son sólo los mineros extranjeros, miles de ellos, los que invaden todos los jueves por la noche los prostíbulos que proliferan allí, sino que también se suman a la fiesta los jóvenes de la ciudad de Kédougou y de otras localidades de la zona. El mismo conductor que llevó a este periodista confesó que se contagió de sífilis en uno de estos establecimientos hacía una semana, y de vez en cuando sacaba una botella de agua y se tragaba unas pastillas que le recetó el médico. Decía que “lo peor es mear”.

Explicaba que, durante el día, la ciudad formada en torno a la mina está tranquila y los mineros trabajan, pero que las noches y los viernes (una mayoría musulmana de mineros hace que este sea el día festivo que celebraban semanalmente) se vive “la fiesta de verdad”. Y cuando se refiere a fiesta, dice esto: prostitución, alcohol, marihuana, música. Pasarlo bien, según sus opiniones. No parecía demasiado alarmado por tener una ETS.

Una vez en el prostíbulo, hay que fingir que estás interesado, hablar con ellas y decirles unos pocos piropos que relajen el ambiente que cargó el blanco al aparecer de improviso. Hay que acercarse a una de ellas con cara de estar pasándolo bien y decirle que quieres pasarlo mejor. Guiñar un ojo para parecer más patético. Ofrecerle más dinero que cuatro clientes juntos y seguir a una joven que dice tener 20 años pero que se negaba a mostrar su carnet de identidad; luego se entra en un tugurio apenas iluminado con una bombilla de un amarillo oscuro, las paredes visiblemente sucias, aparece un jergón sin sábanas y con manchas marrones que huelen a paja. Una puerta de chapa, pintada de un azul cielo por el lado de fuera, esconde convenientemente la escena de la ignominia. No hay nada más. Un suelo de cemento que limpian una vez al día y que tiene como sombras de fluidos, grietas, restos de basura indeterminados.

El resto consiste en desenmascarase y decirle a la chica que no eres un cliente, que eres periodista de verdad y que vas a pagarle el precio de cuatro maromos a cambio de una conversación que trate de ella.

Esta joven en concreto, que dijo llamarse Candy, era de Nigeria, de Lagos. Antes de prostituirse en Senegal probó suerte en Mali, pero decidió irse porque “los hombres allí necesitan ser más violentos, no sé por qué” y pagan menos pero pegan más. Y antes de Mali estaba en su casa, arropada por su familia en Nigeria, esperando con una ansiedad puberal aquella oportunidad para ir a Europa y dar un cambio de rumbo a su vida. La oportunidad que le vino ofrecía un pasaje de autobús hasta Mali y posibilidades de irse pronto a París en un avión comercial, una promesa, y la cogió. Dos años después y con un incisivo partido por la mitad tras un golpe vulgar y violento, el sueño de Candy se ha difuminado hasta disiparse completamente y nacer un deseo nuevo pero igualmente difícil: volver a casa.

Pero no quiere volver a casa con las manos vacías. Se escucha un eco obcecado en las palabras de la nigeriana, cuando dice que “no puedo irme a Nigeria sin dinero para empezar un negocio que nos dé dinero a mí y a mi familia”, e insiste en esto último, que montaría ese negocio supuesto en Nigeria. Piensa que mil quinientos euros le bastarán para volver a casa y poner algo en marcha. Teniendo en cuenta que cobra entre tres y cinco euros por cada servicio, necesitaría hacer tres servicios diarios durante ochenta y tres días de corrido sin comer ni beber ni pagar alquiler, un maratón terrible que, evidentemente, no se propone acometer. Además, le falta pagar setecientos euros a la mafia que le llevó a Mali y que luego le “ayudó”, según ella, a entrar en Senegal. Cincuenta y ocho días más con la rutina de antes. Cuatro meses y tres semanas interminables sin comer, sin beber, sin dormir y encerrada en el cuartucho.

La CEDEAO, que en el momento de su viaje contaba con Mali, Senegal y Nigeria, tiene un tratado de libre tránsito similar al Espacio Schengen europeo y un local de cualquiera de los tres países puede cruzar sus fronteras sin tomarse demasiadas molestias, mucho menos tantas molestias como se tomó Candy. Pero también que la prostitución es legal en Senegal siempre que la trabajadora sexual lleve en regla la cartilla sanitaria, entonces para ella tiene sentido haber probado suerte por esa vía.

Habla de un anciano que dice que va a ayudarle: “Viene mucho a verme y promete que va a buscarme un empleo pero luego no hace nada”. Pone pucheros. Todavía está haciéndose a la idea de que ese hombre nunca va a ayudarla. Comenta que “no es tan malo, es trabajo, solo que a veces se marchan los clientes y yo me quedo aquí llorando”, y lo dice con una resignación naturalizada a fuerza de repetir el acto y que humaniza mucho a Candy, al nombre que se esconde tras el apodo que utilizan sus clientes. Viste una camiseta de la Juventus sin número y unos pantalones muy cortos, apretados y negros. Su familia no sabe nada de su trayectoria profesional pero no quiere decírselo para no darles un disgusto, aunque repite varias veces que se siente acompañada por Dios.

“Dios sabe lo bueno y lo malo que le ocurre a cada uno y luego nos recompensa”. Lo piensa aparentemente convencida. “A él no podemos engañarle”. A la pregunta de si piensa que Dios está con ella, contesta que sí. “Es el único que está conmigo”.

Su nombre es Candy porque se hace llamar así. Es una de miles de prostitutas nigerianas que pueden encontrarse en los países de África Occidental, incluso en Camerún y República Democrática del Congo. Una ciudadana del país más poblado de África donde el último censo se hizo en los años 1990, como si fuera una nigeriana que no aparece en los números oficiales y se convirtiera sin quererlo en una posibilidad que se salió por la tangente hasta terminar en la ciudad-favela sin nombre de la región de Kédougou, en Senegal. Anónima incluso en su nombre. Pero ella insiste: no está sola.