Guerra en Ucrania
Un pueblo ucraniano que no conoce la paz: «Nací en Pavlivka y moriré aquí»
Los vecinos de este pueblo del sur de Ucrania han sufrido la invasión rusa, la liberación y los estragos por las inundaciones tras el estallido de la presa Kajovka
En menos de dos años, los vecinos del pueblo de Pavlivka, en Mikolaiv, han sufrido la invasión rusa, la ocupación del Ejército de Putin, la liberación por parte de las tropas ucranianas y cuando por fin se daban las condiciones idóneas para volver y residir con algo de tranquilidad, estalló la presa de Kajovka, inundando sus casas, destrozando tuberías y arrasando con el sistema de agua potable.
Al tercer día de la explosión de la presa (a unos 60 km), el agua llegó a Pavlivka. Su alcalde, Yevhen Honchar, recuerda la angustia de ver cómo iba subiendo el agua, «un metro cada hora». Por suerte, muchas de las viviendas estaban en zonas más altas al paso del torrente. «Después de más de un año de invasión, con ocupación incluida, no nos podíamos imaginar esto. Además, los rusos están al otro lado de la ribera, también les afectaba. Es impensable». Larisa y el alcalde muestran imágenes en el móvil de hasta dónde llegaba el cauce del agua y nos llevan al mismo escenario para comprobar el llamativo antes y después.
Antes de la invasión, en este pueblo vivían unos 1.000 habitantes. Sólo unos 333 vecinos han aguantado la ocupación y las inundaciones. Ahora han vuelto más, ya somos 576. Sin embargo, su mujer, Larisa, profesora en el colegio de la zona, entiende que las familias con hijos no vuelvan nunca ante todas las dificultades. «Muchos nos cuentan que ya han rehecho su vida, incluso en otros países de Europa, es lógico».
En los primeros días, ellos también abandonaron el pueblo, pues al ser una autoridad local, Honchar estaba en el punto de mira del Ejército ruso. «Primero nos fuimos a la ciudad de Mikolaiv, pero tras el bombardeo contra el edificio de la gobernación, en el que murieron 37 personas, también nos pareció peligroso y nos fuimos más lejos». Volvieron el 21 de noviembre, una vez el pueblo fue liberado por las tropas ucranianas. «Aquí tengo a mi familia, yo nací en este pueblo. Pavlivka para mí lo es todo», confiesa Larisa.
Lamentablemente, no todos los habitantes sobrevivieron a la invasión rusa. Tres fallecieron directamente por los ataques. Un vecino de Pavlivka fue alcanzado por la artillería. «Su cuerpo explotó totalmente. Sólo quedaban partes de él, tuvieron que recogerlas en una carretilla. Horroroso», lamentan.
Un equipo de la Cruz Roja danesa en el terreno describe el gran desafío que supuso la inundación para estos pueblos de la zona, sin electricidad, agua potable ni acceso a los supermercados. Han ayudado a muchas familias con kits de higiene, en estas zonas remotas tan castigadas por la invasión y en pleno frente. Reconocen que uno de los grandes retos es la salud mental y, por eso, ahora también han lanzado un proyecto –financiado por la Unión Europea– para asistir con ayuda psicológica a estas comunidades tan castigadas. «No es solo la guerra o la inundación. Esta zona también ha sido blanco de diferentes ataques y bombardeos. Así que mucha gente se ha visto afectada. Cuando los equipos vienen a hacer las evaluaciones de las necesidades mencionan que a veces se sienten un poco solos en esta situación, que no saben cómo hacer frente a la angustia a la que se enfrentan».
Una de las familias que ha recibido apoyo es la de Tetiana Pariichuk. Esta profesora de ucraniano nació y se crio en Pavlivka, sólo abandonó su pueblo durante los peores días de la invasión. «Los rusos entraron en la localidad con carros de combate y vehículos armados el 16 de marzo. Miraban las casas, revisaban los patios... El 25 nos fuimos mi hija, mi hijo y yo a Mikolaiv. Después a la zona occidental del país". Sus padres y su marido se quedaron en su casa. En verano planearon la evacuación. Habían logrado poder salir gracias a un acuerdo con voluntarios locales. Cogieron sus pertenencias y las cargaron en el coche que se encontraba en el jardín de la casa. El vehículo estaba lleno de gasolina, para emprender el largo viaje.
El 4 de julio, cuando su madre y su vecina preparaban la salida, hubo un bombardeo muy intenso: «ocho rondas de artillería, una cayó en el patio, matando a las dos en el acto». Su marido se jugó la vida, intentando enterrar a ambas bajo los constantes bombardeos. «En aquel momento era imposible encontrar ataúdes en el pueblo. Los vecinos solían hacerlos con maderas y materiales viejos que había por las casas». Pero a ellos no les quedaba nada. «Las enrollaron en una alfombra y su marido pudo llevarlas hasta el cementerio, con la ayuda de los vecinos. Al menos mi madre tuvo un entierro digno».
Salvo los cadáveres, todo sigue en el mismo sitio. El coche calcinado, los escombros de las pertenencias...
Su abuela, de 83 años, que estaba en la casa y sobrevivió al ataque, del disgusto de perder a su hija no ha vuelto a caminar desde entonces. No pudieron evacuarla y, además de por su arraigo, es en parte por lo que regresaron al pueblo cuando el Ejército ucraniano echó a los ocupantes. Su casa nueva no se vio afectada por la inundación tras la explosión de la presa, pero la de su hermana sí, por lo que se mudó con ellos y se ha traído consigo los pocos muebles que los rusos no le saquearon.
«Lo más duro es perder a tus seres queridos, que nunca volverán. Al resto puedes sobreponerte», sostiene.
En otro de los inmuebles del pueblo, que también está visiblemente afectado por los bombardeos rusos, vive Olha Mazhora de 73 años. «Mi vivienda fue atacada tres veces. Primero la casa, después el patio y el jardín y la tercera, justo detrás», señala ante lo evidente.
«Los tres golpes se produjeron en un corto periodo de tiempo. Yo estaba escondida en el sótano del refugio local, con mi nieto. Al salir, toda la calle estaba cubierta de escombros, con los tejados rotos». Mazhora reconoce que decidió ir al refugio para proteger a su nieto, que hoy tiene 14 años.
Obviamente, "observar desde casa a los soldados rusos, en sus tanques, pasando por las calles del pueblo, daba miedo. Nos quedamos petrificados". Ella se centraba mucho en proteger a su nieto, que no le vieran los militares.
«A veces venían y observaban la casa de arriba abajo. Querían nuestras tierras, ¿qué si no van a querer de nosotros?». Recuerda cómo el Ejército ruso les robaba las gallinas. Había noches que "lo único que escuchábamos era a las gallinas" gritar al ser saqueadas. «Les encantaba robar coches. Iban en grupos de cuatro o cinco. A veces cogían uno para simplemente estrellarlo».
Hoy, aunque la metralla sigue en las paredes, su vida es más tranquila. Su nieto atiende a las clases en línea y ya no siente que esté en peligro.
«Todavía oímos explosiones, eso significa que no están muy lejos», admite.
No abandonó Pavlivka ni en los peores días de invasión ni durante la ocupación rusa ni con la inundación.
«Decidí dejarlo en manos de la gracia de Dios. Lo que tuviera que pasar, que pasase. Yo nací aquí y moriré aquí».
Durante la ocupación, que duró nueve meses, llegó un punto en el que «no había nada». Sin medicamentos ni comida. Ella se alimentó básicamente con patatas y harina. «Dañaron los puentes, nos cortaron las comunicaciones, estábamos separados del mundo».
Algo similar volvió a suceder cuando se quedaron aislados por las inundaciones tras el estallido de la presa. «Nos quedamos hasta sin agua corriente. Al principio nos trajeron agua embotellada, luego tuvimos suerte de que en el pueblo habíamos guardado reservas en el depósito local».
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