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Que cada palabra palpite en el corazón

La Razón
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«Martin, háblales de tu sueño», cuentan que le dijo su amiga, la cantante de góspel Mahalia Jackson. Fue entonces cuando el reverendo King transformó cuatro simples palabras en el mantra inmortal que 50 años después aún sigue recorriendo las conciencias rebeldes de medio mundo. Aquel 28 de agosto de 1963 se alzó la voz insatisfecha de un negro que violentó con sus palabras las conciencias del «establishment» blanco americano. Un discurso de guante blanco declamado por un negro de oratoria pulcra y principios claros. Un orador que decidió representar con mensajes lo que visualizaba cada noche en su mente. No necesitó torturar su garganta. Le bastó con retorcer su corazón y exprimir su conciencia, hacer lo que mejor sabía, de reverendo, y lanzar las prédicas con las que cada semana jaleaba a sus fieles de la congregación baptista.

«I have a dream» es un discurso creíble y recordable por la emotividad de sus frases, que transportan al oyente a paisajes que conoce y reconoce (MLK ofrece esperanzas a cambio de unidad y actuación), por su lógica argumental, llena de elementos retóricos certeros y expresiones precisas (vigentes en toda nación donde la injusticia social y política existan), por el realismo de sus demandas (justas, equilibradas) y por la identificación entre público y orador a partir de unos fines determinados: «Yo tengo un sueño, que ese día en las tierras rojas de Georgia, hijos de esclavos anteriores e hijos de dueños de esclavos anteriores se podrán sentar juntos a la mesa de la hermandad». Es, en verdad, un discurso de conciencia y decencia, de hartazgo y rebelión, de rebeldía y lucha contra el statu quo dominante. Un discurso de cansancio que articuló durante 16 minutos sin descanso, con palabras que defendían la igualdad en libertad (no extraña que cerrara su intervención con ese emotivo «¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!») sin más violencia verbal que un tono apasionado, unas manos acompasadas, y un rostro vivo. Porque eso es precisamente el ingrediente de todo discurso memorable: que palpite cada palabra en el corazón de los oyentes. Sólo así vibran y es cuando pueden identificarse con los fundamentos de quien lo emite. Porque el pueblo, normalmente, no recuerda un discurso. Recuerda los sentimientos que le provocaron ciertas palabras, cómo vibró ante una locución... Pero olvida o no retiene las ideas que lo estructuraron, que lo hicieron posible. Un discurso empieza a ser importante cuando la mente del receptor decide incorporarlo a su mochila de recuerdos. Entonces pasa a ser inmortal, repetido generación tras generación, eterno cada vez que se escucha. Y eso MLK lo sabía. Por eso dejó a un lado la estructura académica de su discurso original para embarcarse en artificios retóricos de indudable éxito. Sabía que para abrazar el discurso, para creer en él, tenían que verlo, debían visualizarlo. Impulsado por un contexto favorable (el acontecimiento de Rosa Parks en el autobús de Montgomery fue un punto de inflexión), a él le bastaría con encontrar los conceptos adecuados a esa realidad. Por eso llenó de metáforas cada párrafo –«hemos venido a la capital de nuestro país a cobrar un cheque»– introducidas como contraste de lo que se reniega y sustituyéndolo por lo que se desea –«Sueño que un día, incluso Mississippi, un estado que se sofoca con el calor de la injusticia y de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia»–. Metáforas de contraste y fáciles de visualizar junto a un contexto poderoso forman un cocktail imparable. Por eso recurrió a la anáfora, a ese titular de eterno recuerdo: «Tengo un sueño...tengo un sueño... tengo un sueño...». Situó la mente de los que allí estaban mediante estadíos de tiempo: «Ahora..., hoy..., 1963..., hace cien años», con el objetivo de posicionarlos en favor de su alegato, su causa, su sueño: «Salir del oscuro y desolado valle de la segregación al camino alumbrado de la justicia racial». Un buen orador lleva a su público, lo guía y lo mueve hacia terrenos de persuasión para finalmente incluirles en su cometido (si se sienten partícipes de algo, abrazarán más y mejor un mensaje). Pero es este quien elige, quien decide cuándo y cómo lo compra. A King le ayudó su fuerza (sobre todo al final de su discurso) pero fue decisivo el clima de cambio que gran parte de la sociedad norteamericana palpaba y demandaba. Él sólo tuvo que poner palabras a un folio que la Historia le entregó escrito.

Un discurso, en definitiva, de tiempo presente, replicable en el futuro porque ya funcionó en el pasado. Ahí reside su inmortalidad. No importa los años que pasen. Luther King se miró en el espejo de Lincoln y en su lucha contra la esclavitud para enarbolar la bandera de otra batalla legítima: la que debía terminar con la opresión y división racial. Y es que un sueño no se improvisa, un sueño se tiene. Un sueño se persigue, se conquista y se mantiene. Nunca una frase como la que pronunció King ha permanecido impasible al paso del tiempo: «Ahora es el momento de hacer realidad las promesas de la democracia». Ahora sigue siendo siempre.

*Director de La Fábrica de Discursos y de Escuela de Oradores