LA RAZÓN, en Kramatorsk
Testigo de la matanza de Kramatorsk: "La gente estaba en el restaurante comiendo, tranquila, cuando de repente el mundo se ha venido abajo"
A las 19:30 horas dos misiles rusos impactaron contra el restaurante Ria Pizza abarrotado de civiles, periodistas internacionales y soldados. "Este horror tiene el sello de Putin", sentencia un militar
El horror tiene forma de misil ruso. Ayer por la tarde, sobre las siete y media, dos proyectiles lanzados por las tropas del Kremlin alcanzaron de lleno el restaurante Ria Pizza, situado en el centro de Kramatorsk y uno de los más famosos de la ciudad donde civiles, soldados y periodistas comen habitualmente. Justo después del impacto el caos se adueñó del lugar. Humo, fuego, gente ensangrentada corriendo, gritando, llorando, mientras la policía intentaba acordonar la zona. Una mujer chorreando sangre por la cabeza apretaba a su bebé contra el pecho, herido levemente y envuelto en una manta empapada del líquido de la vida.
“Mi bebé está bien”, decía, en estado de shock, mientras su marido, al lado, observaba todo con la mirada perdida. “Mi bebé, mi bebé”, repetía. “Estaba dentro cuando ha sucedido”, contaba otro civil con la cabeza vendada y toda la cara manchada de sangre. “Todo ha sido muy rápido. La gente que estaba en el restaurante comiendo, tranquila, cuando de repente el mundo se ha venido abajo. Seguro que habrá muchos heridos y muertos”, añadía. De momento, según fuentes del Gobierno provincial, se han contabilizado diez muertos y más de 60 heridos, pero la cifra puede aumentar en las próximas horas. Entre los fallecidos hay una menor de 17 años de edad y dos hermanas de 14.
LA RAZÓN fue testigo de cómo los heridos salían del interior, donde se estuvo rescatando a gente hasta altas horas de la noche, ya que muchos quedaron atrapados entre los escombros y el amasijo de hierros que los civiles de alrededor se apresuraban a sacar para rescatar al máximo de personas posible. “Este horror tiene el sello de Putin. Esto es lo que le están haciendo a mi pueblo cada día”, explicaba un soldado con la ropa y los brazos tiznados de negro. “¡Asesino!”, vociferaba.
Las primeras ambulancias no tardaron en llegar en medio de la confusión, mientras los supervivientes sacaban a los heridos en mantas. Uno de ellos, un soldado de la Legión Extranjera ucraniana miraba alrededor con el cuerpo chamuscado, lleno de heridas, más en el otro mundo que en este. Sus compañeros se afanaban en meterlo en el vehículo médico, a la vez que los paramédicos empezaban a internarse en el espanto para trabajar en otra matanza sin sentido de una guerra donde los civiles son un objetivo.
En la parte de atrás del restaurante, el cuerpo de una mujer muerta yacía inerte. Otra salía sin brazos. Y en el suelo, un joven estirado sobre la acera estaba inconsciente mientras le aplicaban un torniquete en la pierna. Más allá, entre los escombros, un adolescente se tambaleaba con la camiseta hecha jirones y empapada en rojo. “Estoy bien, estoy bien”, indicaba a los voluntarios que le sostenían. “Id adentro, por favor”, les suplicaba, mientras las primeras dotaciones de bomberos empezaban a apagar el fuego que ardía en el edificio continuo, el cual ya había sido atacado hace unos meses.
“¿Por qué nos hacen esto, qué sentido tiene atacar el centro de nuestra ciudad?”, se preguntaba Natalia, una de las residentes del edificio de enfrente, soltando lagrimones donde cabría un océano entero. “A menudo ceno en ese restaurante, ahora mismo podría estar muerta. Conozco a los camareros y a la gente que trabaja allí, quiero saber si están vivos”, explicaba. Pero la Policía no le permitía el paso. No era la única civil que quería saber qué había pasado con sus conocidos y familiares. Algunos tenían que ser sujetados por los agentes tras perder los estribos. Los minutos pasaban y la desesperación se agravaba con el ruido de fondo, estridente, doloroso, de las sirenas de las ambulancias entrando y saliendo.
LA RAZÓN pudo confirmar visualmente al menos dos muertos, los cuales eran sacados cubiertos con piezas de ropa. El brazo inanimado de uno de ellos colgaba hecho trizas. Otro ni siquiera ocupaba la mitad de la camilla donde lo llevaban. Cerca, un hombre magullado y sentado sobre la calle esparcida de escombros y cristales rotos, lloraba desconsolado gritando palabras ininteligibles. Ser testigo directo de un ataque de una brutalidad espeluznante como ese, puede perturbar para siempre hasta a la persona más dura. La locura y la guerra son hermanas gemelas.
Al caer el sol, los bomberos colocaron varios focos muy potentes que iluminaban los restos humeantes del restaurante. Detrás, la noche cerrada se iluminaba con el color azul de las sirenas de las ambulancias, a la vez que las alarmas antiaéreas retumbaban por toda la ciudad. “Hay que ir con cuidado, al Ejército ruso le gusta atacar el mismo objetivo un tiempo después del primer bombazo”, contaba un Policía. “Son unos bastardos”, añadía, con los ojos inundados de ira e impotencia.
Esta no es la primera vez que el centro de Kramatorsk sufre un ataque con misiles, y es muy probable que no sea la última. El frente de Bajmut, donde la contraofensiva ucraniana sigue avanzando lentamente por los flancos de la ciudad, se encuentra a unos 20 km de distancia. “Esto es un castigo porque estamos ganando”, aseguraba Vasili, un hombre mayor que no se perdía detalle de toda la escena macabra. “Y pensar que un día fuimos hermanos. Si fuera por mí, mataría a todos los rusos”, concluía con una rabia que le hacía retorcerse los dedos.
El horror del conflicto ucraniano no solo sucede en los frentes de batalla, sino que sigue extendiéndose entre la población inocente y desamparada ante los constantes ataques contra centros urbanos donde no pueden protegerse. Donde, como escribió el autor norteamericano Isaac Asimov, “la violencia es el último refugio del incompetente” que vive en el Kremlin. Y, en casos como el ataque en Kramatorsk, también se le podría añadir: la última baza del desalmado que cree que una conflicto se vence matando a todo el que se le opone.
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