París
Viernes de libertad
Una semana después de los atentados, los parisinos vuelven a las terrazas atacadas para demostrar a los terroristas que no tienen miedo. Muchos ciudadanos se concentraron de forma espontánea en los escenarios de la masacre para homenajear a las víctimas
Una semana después de los atentados, los parisinos vuelven a las terrazas atacadas para demostrar a los terroristas que no tienen miedo
París, en especial sus distritos décimo y undécimo, estuvo con la respiración contenida durante todo el día de ayer, en el que se cumplió una semana de los salvajes atentados yihadistas que causaron más de un centenar de muertos. El restaurante Le Carillon, donde comenzó la masacre, se ha convertido desde el 13-N en un lugar de peregrinaje al que miles de parisinos y visitantes han acudido para homenajear a las víctimas. Pero anoche sobre las nueve, más o menos a la hora en la que su terraza fue ametrallada, una treintena de personas mantuvo ante su puerta un emocionante momento de silencio, quizá algunos aprovechaban para orar, al que puso fin una ovación. «No se había preparado nada pero algunos vecinos hemos bajado a la calle para vivir juntos este momento», cuenta Lucien.
En otro de los escenarios de la matanza, mientras algunos depositaban velas encendidas, pues la lluvia concedía una tregua, una pareja bailaba salsa, como queriendo acallar con la música el ruido de los disparos y exorcizar con sus movimientos sensuales a los fantasmas de los asesinos. Con gestos así, París quiere gritarle al mundo que permanece en pie y que seguirá erguida por muy fuerte que la golpeen. Sin embargo, es inevitable percibir el halo de tristeza que rodea a una ciudad generalmente alegre, siempre pimpante como una jovencita presumida. Se la nota grave, envejecida.
Lorena, una andaluza de Huelva que lleva más de una década trabajando en un comercio del cuarto distrito, emplea una metáfora desafortunada pero cruelmente precisa: «Esto está muerto». Su tono es sombrío, pero nada comparado con el día que ha amanecido en París, primer fin de semana después del 13-N. Los meteoros van en consonancia con el estado de ánimo de los habitantes de la capital de Francia: el frío, el viento y una lluvia virulenta oscurecen a la prodigiosa Ciudad Luz. En Le Marais, el floreciente barrio judío, están acostumbrados desde enero a la presencia de patrullas militares, soldados que marchan de a tres en uniforme de campaña y con armamento bélico. Resultan por completo disuasorios, pese a su juventud. Uno de ellos, veinteañero imberbe y con la piel oliva, podría ser oriundo de cualquiera de los suburbios donde anidan los yihadistas europeos. «¿Eres musulmán?» «Sí, soy un soldado –recalca esta palabra– francés y musulmán». Vigila, fusil de asalto en mano, un centro de estudios hebraicos. La República es esto.
A Lorena no le molesta esta seguridad tan visible pero tampoco quiere que cunda la alarma. Todas las tragedias tienen una dimensión humana y es lógico que cada cual contemple el problema desde su prisma egoísta, que reduzca el mundo a su pequeña escala. Y ella, después de una semana duelo, se inquieta ahora porque «no hay nadie por la calle. No es sólo el mal tiempo, es que la gente tiene miedo». La calle Rosiers es un pequeño Tel-Aviv jalonado de joyerías y restaurantes kosher por la que «un viernes cualquiera es imposible andar, pero las autoridades nos han asustado diciendo que pueden atacarnos incluso con armas químicas. En París somos muchos los que vivimos del turismo o del comercio y no tienen derecho a espantarnos a los clientes». Tomar una generosa ración de shoarma en el célebre «As du falafel» sin guardar cola es normalmente una quimera. Ayer a la hora del almuerzo, había una docena de mesas libres.
En la boca de metro de Beaubourg, junto al emblemático Centro Pompidou, Moussa recuerda un proverbio africano: «Si no tienes dientes, al menos ruge como un león. Tenemos miedo pero no podemos demostrarlo». Eso han hecho los parisinos duranteestos seis días, sacar por puro orgullo, por el prurito de no reconocerse devastados, un espíritu resistente que comienza a disiparse a medida que los enviados especiales de los medios internacionales retornan a sus bases. Quien haya asistido a un funeral irlandés, de ésos regados y cantados, comprenderá que el bullicio sobrevuela la pena durante los primeros días. Después, cuando los deudos se quedan a solas con la ausencia, el mismo aire los aplasta. En la calle Alibert, esquina con Bichat, los espontáneos memoriales colocados por las víctimas de los restaurantes Le Carillon y, en la acera de enfrente, La Petite Cambodge adquieren un patetismo desolador, con sus flores marchitadas y sus notas manuscritas descoloridas por la lluvia...
Los recuerdos depositados por la multitud durante esta semana han perdido su efímero esplendor y ahora, a cierta distancia, sería complicado discernir si se trata de velas y tallos o de una vulgar montaña de basura. «El servicio municipal de limpieza tendrá que retirar esto tarde o temprano», comenta un transeúnte.
Además de las fotos desvaídas de algunas de las víctimas, que añaden dramatismo a la escena, si cabe, saltan a la vista algunas cervezas y copas de vino con las que alguien parece querer brindar con los que se han ido. Así lo manda una costumbre arraigada en culturas tan dispares como la mexicana o la vietnamita.
Muy cerquita, como si el destino quisiese gastar una broma macabra, se encuentran las dependencias del «Établissement Français du Sang», un inmenso depósito de sangre donada por altruismo justo allí, donde tanta sangre se ha derramado en nombre del odio.
La pizzería Marialuisa se sitúa en la esquina opuesta a Le Carillon. Es la una de la tarde de un viernes, hora punta del mejor día de la semana, pero sólo cuatro personas languidecen en su interior, dos clientes y dos empleados. Son tres más, en cualquier caso, que las que se ven en el vecino Bistrot des Oies, en la que el solitario camarero mata el tiempo en la puerta echando un cigarro. «Llevo cuatro años trabajando aquí y nunca había tenido un mediodía de cero mesas. Como no entre nadie de aquí a las dos, el de hoy será el tercero de esta semana. La solidaridad es grande pero también hay que comprender que, aunque no tengan miedo, los clientes no quieran comer enfrente de donde han matado a tanta gente. París va a recuperarse de este golpe pero en algunas calles vamos a tardar un poco más en hacerlo».
Tres de los cuatro puntos de París atacados el 13-N, con excepción del estadio de Saint Denis, se sitúan alrededor de la Place de la République, adoptada enseguida como la «zona cero» de los atentados. La plaza es emblemática, pues la preside un monumento en el que Marianne, la mujer que simboliza a la República Francesa, prevalece sobre tres estatuas de menor tamaño que representan a la libertad, la igualdad y la fraternidad. Desde hace una semana, el pedestal se ha convertido en un abigarrado altar votivo en el que profesantes de todas las religiones, también ateos y agnósticos, han venido a rendir homenaje a los muertos.
Ayer, apagado el eco de una Marsellesa mil veces interpretada (fue escalofriante la escena de rabinos e imames tomados de la mano entonando el himno nacional de su país de acogida), sólo unos cuantos curiosos se atrevieron a desafiar a la lluvia copiosa y a sortear el atasco apocalíptico formado en sus aledaños.
Los viandantes apresurados se detenían un segundo para mirar los memoriales, mientras que los turistas se sorprendían cuando un devoto mahometano con los ojos vendados reclamaba abrazos a los desconocidos o un monje budista esparcía incienso sobre las flores marchitas. En ocasiones, resulta complicado distinguir entre el bienintencionado y el majareta. Queda poco que contar allí, como atestiguaban los sets televisivos de emisoras de medio mundo en trance de ser desmontados.
Da la impresión al pasear por este París golpeado, que la «ciudad que responde a todo lo que el corazón desea» (Chopin) jamás se desprenderá de la grisura de ánimo en la que la sumieron los terroristas que el viernes pasado asesinaron a 130 personas. Sin embargo, la capital de Francia volverá a iluminar al mundo, como hace desde el Siglo de las Luces.
En primer lugar, porque la inercia es una fuerza imparable y no hay maldad humana capaz de detener el movimiento de una megalópolis con más de trece millones de habitantes en su área urbana. Pero sobre todo, resplandecerá otra vez por el ansia de libertad de una población multiétnica y multicultural que, en su diversidad, coincide en su firmeza ante quienes pretenden devolverla a los años oscuros de la teocracia y la tiranía. Su lema, no en vano, es «fluctuat nec mergitur». En traducción libre, «tocada pero no hundida». Pues eso.
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