Salud

La zona cero de la viruela del mono: Una catástrofe a punto de estallar

La zona cero de la viruela símica en República Democrática del Congo vive hoy amenazada por los combates

Laboratorio de Lwiro, República Democrática del Congo.
Laboratorio de Lwiro, República Democrática del Congo. Alfonso Masoliver

Los chillidos de los primates acribillan el aire que fluye entre la vegetación. Son el paso previo de nuestra evolución, situados en el borde de una frontera animal e instintiva, uñas y dientes, de manera que sus gritos suenan humanos sin serlo del todo, son animales por milímetros, por un puñado de millones de años, y sus sonidos se meten debajo de la piel con un tono comunicativo que no posee ninguna otra criatura de la selva congoleña. Son los chimpancés del Santuario de Lwiro, en Kivu Sur, República Democrática del Congo, que chillan con un frenesí delicioso cada vez que sus narices captan el olor de un extraño al otro lado de la valla.

El ambiente tenía un aire impredecible cuando este periodista visitó Lwiro. La guerra estaba viniendo. Todos lo sabían. Incluso los chimpancés parecían refrenar sus ruidosos impulsos, conscientes de una manera visceral y primitiva de que el horror de la guerra cerraba su puño en torno al Santuario. Y llegó la guerra, en efecto, pocas semanas después, de la mano de milicianos Wazalendo que combaten contra el grupo rebelde conocido como M23 y que demuestran a las criaturas de la naturaleza que ese paso evolutivo que avanzaron los humanos, quizás, no sea tan práctico pese a todo. Disparos y bombas de mortero. Personas corriendo para salvar una vida que sólo les importa a ellos, pajarillos volando lejos de allí y los chimpancés en su Santuario, esperando a que pase el chaparrón y agazapados entre los helechos. Esta es hoy la realidad en el Santuario de Lwiro. Que el futuro es impredecible. Que la guerra vendrá, vino y volverá.

Al otro lado de la valla del Santuario sobrevive un viejo edificio construido por los belgas y que parecería, visto desde fuera, un lugar abandonado. Exceptuando los quejidos intermitentes de los simios, o el suave soplido de una ráfaga de viento en su huida hacia las montañas, la paz y el silencio que se respiran aquí casi vuelven posible escuchar cómo caen las hojas de los árboles. Hace falta coger un avión a Kigali (Ruanda), coger otro avión a Kamembe, cruzar a pie la frontera congoleña para conocer la ciudad de Bukavu y luego recorrer dos horas en coche por una carretera saboteada por los combates, rezando a San Fermín cada pocas curvas, antes de llegar hasta este edificio que parece abandonado y descubrir que no lo está.

Resulta extraordinario comprender que este lugar, tan lejano, tan desusado, podría considerarse uno de los edificios más importantes del mundo. Decirlo no es una exageración. De este edificio, o mejor, de una parte de este edificio, depende que el futuro no adquiera el toque apocalíptico de Doce monos. El individuo europeo promedio, que vive recluido en sus ciudades de manera que su entorno se convierta en una cómoda y acolchada jaula de fácil comprensión, con aceras y lucecitas que dicen cuando caminar, no comprende hoy las fuerzas de la naturaleza que deciden nuestro destino. La naturaleza es para el individuo europeo promedio una alternativa de fin de semana, un canal en la televisión, un plato de comida, muerta y cocinada, sobre la mesa. Es incógnita y, en ocasiones, terror. Enfermedades como el cólera, la tuberculosis o el sarampión, todas procedentes de los animales, suenan a problemas del pasado; mientras que la gripe, cuyo origen se encuentra en las aves, todavía abre telediarios con el tono de pánico comedido que puede derivar en una histeria colectiva que no comprende, no ve, no escucha, no atiende.

Una de las alas de ese edificio de Lwiro está separada del resto por una reja. Para cruzar esa reja, hace falta calzar unas crocs, bata blanca, guantes y mascarilla. Al otro lado de esa reja hay un pasillo. A los lados del pasillo, diferentes puertas llevan a las diferentes estancias que estudian todos los días, esforzándose por hacer que guerra no existe, el virus que suena como la peste en boca de todos y que, cada poco tiempo, ocupa su hueco en las noticias para recordarnos que la naturaleza sigue viva fuera de las ciudades y que todavía es ella quien elige: la viruela del mono.

Todo aquí está conectado. Los primates, la viruela símica (monkeypox) y los humanos. Es la zona cero. Si alguien puede contagiarse de viruela símica en este mundo, probablemente sea en República Democrática del Congo, donde la tala intensiva y el contacto con la fauna salvaje podrían acarrear consecuencias letales para la humanidad. En cuyo caso no existe ningún otro lugar tan cercano a la enfermedad y tan dedicado a ella como el laboratorio (lejano, opaco, aparentemente abandonado) del Santuario de Lwiro.

Resulta en extremo sorprendente visitar este lugar. Cuando uno observa la avalancha de artículos que pueden encontrarse en internet sobre el la viruela del mono, uno imaginaría que la zona cero se parecería a un centro de investigación sacado de una película de James Bond, un búnker con tecnología de última generación y científicos de todo el mundo caminando de un lado a otro en busca de ese “eureka” que resulta tan escurridizo a los labios de los sabios. Uno imaginaría que la humanidad se toma este tipo de cosas en serio.

Pero no es así. Hace pocas semanas, contactos de este periodista le informaban en tiempo real de los combates que estaban teniendo lugar en torno al laboratorio. Y no apareció en ningún televisor. ¡Uno de los lugares más importantes de la Tierra estaba gravemente amenazado y nadie se molestó siquiera en murmurarlo! En torno a tres y ocho personas, dependiendo de la financiación, trabajan en el laboratorio. Los equipos, aunque útiles y avanzados, distan mucho de la tecnología que utilizan las farmacéuticas occidentales. Cuando ocurre algún brote de viruela símica en la región, los hospitales llaman y piden auxilio; el resto del tiempo, los profesionales estudian con ese heroísmo incansable del investigador mal subvencionado, como si el mundo les hiciera un favor cada vez que les presta dinero, y no lo contrario. Pensándolo bien, es un milagro que todavía no haya ocurrido lo que ocurrirá, antes o después; o debe agradecerse en exclusiva a los profesionales que trabajan aquí.

Una serie de catastróficas desdichas se acumulan como realidades paralelas que se tuercen y convergen, de manera que todo se acumula: la guerra trae pobreza, la pobreza trae hambre, el hambre hace que la población local consuma carne de animales infectados por la viruela símica, el consumo de animales infectados lleva a que los humanos se infecten, que los humanos se infecten hace que la enfermedad se propague, que la enfermedad se propague hace que la gente muera, que la gente muera desata el pánico. Hay programas de concienciación desarrollados por el centro de Lwiro, pero todo se derrumba en cuanto a que la financiación que reciben es paupérrima y que la humanidad no se preocupa de esta cadena de desdichas hasta que se llega al último eslabón. Y esta es la realidad del mundo en el que vivimos. Vendría bien recordarlo la próxima vez que haya manifestaciones porque sacrificaron a un perro en Madrid.