La Razón del Domingo

Cuando Zapatero quiso traer los restos de Azaña y Machado (y no se atrevió o se olvidó)

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No nos queda más remedio que volver a hablar de Antonio Muñoz Molina. La semana pasada anunciábamos el boicot que algunas asociaciones antisraelíes –y obviamente propalestinas– patrocinaban contra el Premio Jerusalén, que hoy recibe de manos de Simón Peres. Aparece la próxima semana «Todo lo que era sólido» (Seix Barral), una crónica sobre esa España que hace unos años vivió un desarrollo económico tan espectacular que luego resultó ser irreal y que ahora recita melancólica, como si fuese el propio Quevedo, el soneto «Todas las cosas son aviso de la muerte». Relata un suceso de especial interés para comprender qué pasó esos años de dinero y memoria histórica. Siendo director del Instituto Cervantes de Nueva York, visitó al entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en La Moncloa, junto al director del Cervantes, César Antonio Molina, además de Juan Pedro Aparicio y José Jiménez, que estaban destinados en Londres y París, respectivamente. Zapatero les anunció que su Gobierno se había planteado exhumar los restos de Manuel Azaña en Montauban y los de Antonio Machado en Colliure y traerlos a España. «Fijó en mí sus ojos muy claros con un gesto de impasible extrañeza cuando le dije que no estaba de acuerdo», escribe Muñoz Molina. Y le recitó un verso de Machado: «Sólo la tierra en que se muere es nuestra». Ahí quedó la cosa. César Antonio Molina le recomendó en otra ocasión que ni se le ocurriese y que, en todo caso, aprovechase algún viaje oficial a París para llevar unas flores al cementerio de Montauban, algo que nunca hizo. La cuestión que plantea Muñoz Molina es: ¿por qué la economía más dinámica de la UE, junto a la sueca, se dedicó a hablar en esos años sólo del pasado, de los muertos de uno y otros? Precisamente cuando en España se vendían más coches de lujo y se construía desaforadamente hasta el absurdo. ¿No es extraño?