La Columna de Carla de La Lá
Sueños psicóticos en la tercera ola
Me considero una persona muy cabal, con una afectividad sana y madura, al menos hasta la pandemia.
Me considero una persona muy cabal, con una afectividad sana y madura, donde la empatía y la consideración conviven junto al respeto y la asertividad felizmente.
Comprendo, justifico y respeto a mis semejantes, administro el “no” cuando es necesario, sin menoscabo de nuestras relaciones que desde su nacimiento hasta su desembocadura fluyen sin presiones ni estrujamientos el tiempo que han de fluir.
Cuando se extinguen, ya sean relaciones amistosas, profesionales o matrimoniales ¡Da gusto verme! Lo elegante que me muestro, consideradísima, gentil, galana, un derroche de saber estar y buen estilo...
Cuando mis relaciones terminan, despliego un encanto y una inteligencia emocional tan indiscutibles como la luz cegadora, esa que ven los pacientes en coma justo antes de pasar a mejor vida...
Pero ay, queridos, yo donde malfunciono, donde soy redomadamente inmadura y patológica, es en los sueños. ¡No sé por qué! Los malentendidos más injustificados los he sentido siempre dormida, del mismo modo que las rabietas y despechos más absurdos han manado de mi corazón por culpa de ese estado. Muchas veces he pensado en escribir un libro acerca de mis sueños y pienso que merecería mucho su atención.
Los que me conocen, saben que no despediría a la señora que nos ayuda en casa ni aunque la descubriera fumando crack con ellos, ni aunque se pusiera una peluca rubia y se metiera en la cama con mi marido. Pero mis relaciones dormida son una batalla sentimental perdida en la que lucho yo sola. ¡Cuántas veces me han partido el corazón en mis sueños! ¿por qué nunca soy correspondida?
Anoche soñé que Ingrid enjabonaba toda la casa, incluyendo las paredes y el techo con tantísimo jabón resbaladizo que todos los objetos y las personas, y mis perritos, flotábamos lentamente como suspendidos, sin gravedad, como en la luna.
De pronto se acercaba y sin razón me daba un tirón de pelos. Y gritaba: ¡Señora me marcho! _ las 3 palabras más aborrecibles para mi alma, cáncer-de-páncreas, suena mucho más amable.
¡Señora me marcho! gritaba agitando un precioso mechón de mi cabello en un puño, escaleras abajo... ¡Señora me marcho!
Yo desde arriba implorando, llenos los ojos de lágrimas_ todo muy Liv Ullmann_ ¡Noooo! ¡Por favor, haré lo que sea pero no se vaya....! ¡No se vaya!... la respiración entrecortada, siento mucho calor en las sienes, mareada, al borde del desmayo, entorno los ojos, ofreciéndole mi alma, descolgando peligrosamente mi cuerpo por el barandal de la escalera, por donde ella baja sin compasión, sin sentir nada. El otro día soñé que charlaba animadamente con Trump mientras tendía la colada en la terraza de la cocina de mis padres, un calcetín, una servilleta.....unas braguitas... Él me sujetaba las pinzas.
De pronto, con toda su cara dura, interrumpiendo una conversación interesantísima y elevada se abalanza sobre mi e intenta propasarse y yo, claro, asustadísima, defendiéndome como podía y procurando no faltar al respeto al ex Presidente de los Estados Unidos de América, ni incrustarle una maceta entre los ojos....
En esto entra mi padre con su periódico y sus gafas, yo sonrío liberada de pasar a la historia por cometer magnicidio y Trump comienza a comportarse como un monaguillo de Villanueva de la Serena.
Una noche, hace muy poco, fui la única integrante emenina de un impetuoso y rudísimo grupo de buscavidas tejanos. Nos ganábamos la vida, precisamente arriesgándola de rodeo en rodeo, a lo largo del frondoso y cálido litoral californiano, desde San Francisco hasta Tijuana, carretera, manta, whisky y tacos bien picantes.
Yo misma montaba a pelo potros salvajes y reses vacunas bravas y lo hacía divinamente, con muchísimo éxito y propagación social. Podía mantenerme erguida y sonriente sobre un caballo bronco agitado y dando brincos el tiempo que fuera necesario, igual que mis compadres, pero un día se hartaron y decidieron introducir cambios, creatividad, estremecimiento....
Comenzamos a galopar caballos salvajes bajo el agua, por supuesto, sin silla, riendas ni estribos, ayudados exclusivamente de unas botas con espuelas sobre el fondo marino y el reto consistía en mantenerse sobre el caballo sin caer y sin ahogarse el mayor tiempo posible. Lo intenté, quise integrarme amigos, pero no me gustaba nada el aspecto azulado con el que salían del agua los jamelgos, y en medio de una angustia y una preocupación indescriptibles desperté.
Con estas restricciones en la hostelería y el toque de queda, sueño mucho con beber (mucho) por los bajos fondos de extrañas ciudades en el tiempo y el espacio.
Hace nada lo hacía en Els Quatre Gats pero no en Barcelona sino en Montmartre, donde era navidad.
Allí, me presentaban a un montón de artistas que fumaban opio y bebían absenta mientras jugaban al juego de las sillas y se derramaban por cualquier esquina con un pincel en la mano. Eran bohemios de entreguerras en París, de esos que coleccionaba Gertrude Stein. Yo en cambio, amigos, era yo misma, una madre del barrio de salamanca con mechas y la tarjeta de El Corte Inglés.
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