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El artículo de Lomana: un viaje a ninguna parte

Con Carlos Lozano
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Acabo de poner una bandera de España con su escudo en el balcón de mi casa y me siento feliz reafirmando mi españolidad y mi bandera, algo que nunca se me hubiese ocurrido a no ser por la cantidad de barbaridades que estoy viendo estos días. Me siento como si hubiese ganado un poquito de esa guerra absurda que no va a ninguna parte emprendida por un grupo de políticos catalanes que lo único que han conseguido es dividir a la sociedad y crear un enorme malestar. Esa división pudimos contemplarla en el Gran Teatro del Liceo. Un grupo de espectadores puestos en pie el pasado miércoles antes del inicio de la función de «Un ballo in maschera» cantaron «Els Segadors» y corearon «votaremos» mientras el resto permanecía sentado y sin hacer el más mínimo gesto de aprobación. El Liceo fue creado como centro de reunión de la burguesía emergente de la revolución industrial textil. Era un coto cerrado en el que las familias más significativas tenían su palco de por vida, creando así un estatus que las diferenciaba. Hay una novela que relata muy bien esa época y cómo se fue gestando el tejido industrial textil de Cataluña. «La saga de los Rius» es una auténtica crónica social unida a una historia de amor que en parte se desarrolla en ese gran teatro. Cuando vi y leí el numerito que se había organizado en el Liceo, pensé: los empresarios influyentes de Cataluña no acaban de entender que el régimen autonómico se ha quedado en manos de sus naturales enemigos ERC, los comunes de Ada Colau y otras fuerzas de izquierda. Merecen ese desenlace por su torpeza al apoyar la causa independentista, aunque ellos ya hayan puesto a salvo su riqueza patrimonial. Si de verdad se produjese la ruptura correrían en peregrinación a Madrid para implorar socorro al papá Estado, como ya lo hicieran en el siglo XVII, huyendo del yugo de los franceses.

Durante la república, en 1934, también hubo una insurrección proclamando la República Catalana al mando del presidente de la Generalitat, Lluís Companys. Esta fracasada rebelión se saldó con 46 muertos y más de tres mil personas encarceladas. El presidente y el Gobierno de la Generalidad fueron condenados por rebelión a treinta años de prisión. Esto fue siendo presidente de la república española Alcalá Zamora. La autonomía catalana fue suspendida indefinidamente y sustituida por un Consejo de la Generalidad designado por el gobierno central republicano. Con este «pequeño detalle» casi nunca contado podemos ver que ningún Estado, sea de derechas o izquierdas, con república o monarquía, se deja desmontar por las buenas; tampoco mediante amenazas que pongan en peligro la estabilidad y la unión de una nación de tal forma que resulta difícil entender a qué están jugando Puigdemont y sus compinches en un compendio de contradicciones, exigiendo el famoso derecho a decidir que ellos no conceden a los demás.

¿Creen que todo va a ser tan fácil como montar un numerito el día 1 y salir al balcón el día 2 para proclamar de inmediato una República reconocida por el mundo entero? Tendrán que ir pensando cómo recomponer este tinglado que han montado con sus mentiras porque el día 2 seguirán siendo todo lo independentistas que quieran, pero sin ser independientes y la vida continuará en Barcelona y toda Cataluña como cada día: abriendo los comercios, comprando el pan y siendo esa maravillosa ciudad llena de belleza y cultura y de ninguna forma una capital atrapada en el ojo de un huracán revolucionario.

Cuando empecé esta crónica quería hablarles de la belleza de la edad, sobre lo que llevo reflexionando desde el estreno de la nueva comedia de Arturo Fernández, que a sus 88 años sigue en los escenarios con la misma fuerza y elegancia de sus mejores años. «Alta seducción», se llama y se la recomiendo para pasar un buen rato y no parar de sonreír. Arturo, chatin, eres el amor imposible de muchas mujeres de varias generaciones.