Cargando...

Lifestyle

La millonaria nueva vida de Marina Danko

La colombiana vende con desigual suerte sus piezas de joyería, pero poco le preocupa, respaldada por el presunto fortunón de su última pareja, el acaudalado suizo Fabio Mantegazza

Marina Danko, en la pasada Feria de Abril con su novio, el millonario suizo Fabio Mantegazza larazon

La colombiana vende con desigual suerte sus piezas de joyería, pero poco le preocupa, respaldada por el presunto fortunón de su última pareja, el acaudalado suizo Fabio Mantegazza

Parecen resucitados y Palomo Linares alucinó a unas atestadas Ventas que no creían lo que estaban viendo: sentado en primera fila del tendido 10, propiedad de sus protectores, consejeros, salvavidas económicos y casi segundos padres, el ex marido lució un blazer blanco marfileño. Lo tildaron de «lolailo». Indumentaria impropia de gran tarde torera, donde lo más permitido es chaqueta azul marino sobre pantalón gris. Imprescindible es la corbata roja, aunque el monarca «forever» Don Juan Carlos las prefiere azules, claro, entonadas con su nada melancólica mirada. «La tiene uva moscatel de Málaga», me decía su retratista Félix Revello de Toro. Chanzas dirigidas a Palomo. Incluso burlas atenuadas al verlo respaldado por el sereno bellezón de la jueza –¿la juez?– Concha Azuara. Una señora de cuerpo entero, morena, como de copla a lo Romero de Torres. Simpática y encantadora palió lo casi infartante del antaño «golfísimo» –así me lo definen–, que hizo cuarteto enloquecedor con Diego Puerta, Gregorio Sánchez y «El Viti». Fue época de grandes nombres, que ahora ya no salen. Los aficionados se refieren a «toreritos» sin la elegancia de Enrique Ponce, siempre enfrentado a los protestones del tendido 7, que le apodan «posturitas».

«Palomo tenía más valor que arte», recuerdan los de su tiempo, al ser descubierto por los hermanos Lozano de Vista Alegre en un festival de promesas. Barrió las expectativas, tenía gancho físico hasta para hacer una película. «Luego llegó Marina Danko –suave, caribeña, arrebatando–, que «sólo traía las bragas en las manos», aseguran. Enseguida se casaron y Palomo sentó cabeza. De ellos nacieron tres hijos: Palomo Jr., que intentó ser matador y resultó un fiasco, hoy convertido en empresario de escasa fortuna. Apoyó y tomó partido por su madre con el resto de los hermanos: Tatán, dedicado a camisetas juveniles, y Bandi, el último, el impulsor de las barrocas joyas de mamá Marina, que parecen un disparate imposible a los amantes del buen joyerío. Coge enormes piedras duras, contrasta colores y compone un collar.

Parece que vende con desigual fortuna, pero no le preocupa, respaldada por el presunto fortunón de su última pareja, el millonario suizo Fabio Mantegazza. Con él paseó recientemente por la Costa Azul. Repite lo de «¡milagro, milagro!» ya sin aquel gesto modoso, como tímido y hasta recatado mantenido constantemente durante su fructífera unión. Su casi suegro, Sergio Mantegazza, fundador de la agencia de viajes Globus, tiene un yate de 64 metros de eslora que difícilmente atraca en el puerto de St. Tropez. Ocupa con rebase el antaño sitio que en mis años mozos era de Von Karajan, el director de orquesta con fama mundial. Me aseguran que Marina vive como en un sueño casi parejo al de su ex marido. Y que entendió lo engordado que está, algo aumentado por el blanco chaquetil y por la mucha cortisona recibida tras sus repetidos infartos.

Palomo ganó muchísimo dinero, pero Marina lo arruinó gastando de más. Además de la finca de Aranjuez –que los Lozano le permiten usar, como también su piso en Diego de León– compró otras más, costándole una fortuna. Sus hijos nunca soportaron el divorcio, del que culparon a Palomo. De ahí la piña con su madre, luego apaciguada cuando Marina se enamoró, o lo que fuese, del primo piloto.

Pan de Soraluce, famoso decorador de aquellos años, engalanó con cursilería lo de Aranjuez. El dormitorio se componía de una cama giratoria –así ahorraba esfuerzos– rodeada de espejos. Una exigencia erótico festiva a la que sacó provecho, recuerda una de las que no se perdió ninguna fiesta de San Fernando, cuando aún soltero Palomo invitaba a cuatrocientas personas. Sin embargo, otra rememoranza cuenta que «el banquete nupcial del Wellington fue muy escaso y tuvimos que cenar fuera».

La pareja acabó mal, cada uno dio tumbos. Marina intentó relanzarse sin éxito y quizá por eso «se enamoró» de su pariente, un guaperas piloto de Iberia. Duró lo justo para repromocionarse mientras su pequeño hasta montaba tenderetes, donde personalmente exponía el desaforado joyerío materno. Ahora podrá lucirlo sobre su hermosa percha colombiana sin ahogarse como Palomo hizo cuando dejó el toreo y los Lozano abonaron las enormes deudas contraídas.

Es historia digna de «El Cossío», de ahí que la ganadería con su nombre hoy sea propiedad de los famosos empresarios. Siempre están al quite y aplauden con alborozo la nueva relación amorosa, que le ayuda a superar una enorme depresión, mejor llevada por Marina, tras el divorcio por el que aún paga 4.000 euros mensuales. Parecen redimidos. Él con 69 años y trece retirado. El amor lo puede todo y hasta permite que ya no riñan cuando se hablan a distancia –que es el olvido– por cualquier cosilla de sus tres niños ya muy crecidos.