Sevilla

Sevilla quiere ampliar la Feria de Abril

Se estudia adelantar el llamado «lunes del alumbrado»

Carlos Fitz-James Stuart, en la pasada Feria de Abril, junto a una amiga
Carlos Fitz-James Stuart, en la pasada Feria de Abril, junto a una amigalarazon

Se estudia adelantar el llamado «lunes del alumbrado»

Es buena iniciativa, respaldado por cuantos viven del público. Ni los más puristas ponen en entredicho el ferial abrileño, que aúna magníficas tardes toreras, este año muy propicias a Morante y Manzanares, con el impagable paseo de coches, donde Cayetana Alba siempre resplandecía en uno de los landó con escudo que conservan las cocheras del Palacio de las Dueñas. Actualmente, gracias a la visión mercantil que Carlos Alba tiene de los tesoros familiares, por fin llegan a la masa cuando antaño sólo lo disfrutaban íntimas de la temperamental aristócrata, como Carmen Tello, Tere Pickman o la marquesa de Saltillo. Es de las más distinguidas damas sevillanas, fiel al abanico, los buenos diamantes y los collares de perlas. Su casa-palacio domina la Giralda y el Palacio Arzobispal. Es buen mentidero, como antaño el Arenal de Sevilla y olé de cuandos volvían de las Indias. Desde allí veía cuando entraba y salía del hotel Doña María Fran Rivera, recién casado con Eugenia.

Aplaudo el proyecto y hasta el ex alcalde Zoido se dispone a cimentarlo. Anticiparán lo que ahora se abría el lunes «del alumbrado», con una portada que no siempre conviene. Y menos en la pasada edición, con el albero siempre remojado. Porque si fui veinte años a la feria, en todas llovió o casi diluvió, aguando las imponentes tardes en La Maestranza. Desde un palquito veía las corridas, enseñado por Andrés Amorós, Matías Prat –que compaginaba visión y audición, siguiendo los lances con una radio– y José Antonio del Moral, del que recomiendo su instructivo libro «Cómo ver una corrida de toros». Rematábamos faena en la tertulia «El callejón», dirigida por Alejo García, donde yo reseñaba las que lucían mantilla blanca precisa o preciosa en tardes tan festivas y acercadoras de clases, muy en su sitio en la capital andaluza. La entrada por la Puerta Grande –lo que ambicionan es salir por ella– era un júbilo prolongado en la cafetería del azulejado Alfonso XIII.

Sevilla posibilita cortas excursiones, bien a la desembocadura del Guadalquivir o a Sanlúcar, tan señorial, con el intacto y discutido Palacio Medinaceli. Ya no digamos la Casa de Pilatos, que hoy encabeza un Hohenlohe por herencia de su madre, Ana Medina, condesa de Ofalia, fallecida hace cuatro años y tras mucho ayudar a los sobrinos Medina Abascal, a quien su abuela Mimi llegó a prohibir entrar en su palacete frontero a la casa de Nati. Además, Sevilla tiene un color y olor especial no realzado por Los del Río, dúo eterno y emblemático cuando Madrid ofrecía memorables «flamenquitos», como los de la señorial vizcondesa de Villamiranda, madre de Cari y Miriam Lapique. Época en que había los tablados de Caracol y Pastora Imperio, donde Rocío Jurado empezó a cantar y encadilar hasta al mismo Cristóbal Balenciaga, al que pidió diseño para un traje. Pasear Sevilla, sus callejas con olor a jazmín o el irresistible galán de noche, produce emociones inéditas y relaja del tremebundo, absurdo e incómodo tranvía, invento socialista tan disparatado como «los girasoles» que achaparran parte del casco viejo. No sé qué visión hermoseadora tuvieron Monteseirín y su prole. Pero no hará historia.