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Lavarse las manos

«Un poco de higiene», eso fue lo único que pidió Smmelweis, un médico húngaro cuya petición le costó el ostracismo y las bromas entre sus compañeros de profesión

Lavarse las manos frenaría la expansión del coronavirus
Lavarse las manos frenaría la expansión del coronaviruslarazon

«Un poco de higiene», eso fue lo único que pidió Smmelweis, un médico húngaro cuya petición le costó el ostracismo y las bromas entre sus compañeros de profesión

El destino los unió por su contribución a la medicina, por la revolución que su tarea supuso para el curso de la humanidad y, ahora, por aparecer casi en las mismas fechas en las páginas de este diario. Porque si unos días atrás recordarán ustedes que conmemorábamos el nacimiento de la primera asepsia hospitalaria, hoy tenemos que reseñar la muerte, tal día como ayer de 1865, del hombre que convenció a los médicos de que debían lavarse las manos.

El joven médico húngaro Ignaz Semmelweis, nacido en Viena en 1818, vivió atormentado por dos preguntas que le obsesionaron buena parte de su vida. La primera, ¿por qué morían más mujeres en la sala del profesor Klin en el Hospital General de Viena donde él trabajaba que en la del profesor Bartch, una planta más arriba, y sus comadronas? La segunda: ¿por qué una mujer tenía más probabilidades de morir durante el parto en un hospital que si decidía dar a luz en plena calle? El galeno comenzó sospechando que los tactos vaginales de los estudiantes eran menos delicados y provocaban más inflamación, una inflamación fatal que devenía fiebre puerperal. Sin embargo, al mismo tiempo, y quizás por puro azar, 40 años antes de que Pasteur demostrase la teoría microbiana, empezó a pedir a los estudiantes que se lavasen las manos en lavabos que hubo que instalar ex profeso a la entrada de las salas. Cuando pretendió obligar al propio doctor Klin a hacer lo propio, fue destituido.

Los siguientes años de su carrera son lo más parecido a un infierno. Perseguido por sus colegas y por el sentimiento de culpa de haber visto morir a cientos de mujeres entre sus manos, Semmelweis estuvo al borde del colapso. Hasta que una desgracia personal le abrió el camino a la fama: su amigo Kolletchka, también médico, murió por la infección causada por el corte de un bisturí. De inmediato, relacionó aquella muerte con los decesos en la sala de partos. Como un suspiro de inspiración que estaba destinado a cambiar la historia de la medicina, en un segundo al que todos los seres humanos vivos desde entonces le tenemos que estar agradecidos, Semmelweis ató cabos. La causa de los fallecimientos puerperales no era otra que el traslado de sustancias infecciosas desde la sala de autopsias hasta el paritorio. «Desodorar las manos. Todo el problema radica en eso», escribió Semmelweis antes de mandar preparar una solución de cloruro cálcico, con la que el estudiante que hubiese disecado el mismo día o la víspera, debía lavarse cuidadosamente antes de reconocer a las mujeres. En el mes siguiente la mortalidad por fiebre puerperal en su departamento cayó al 0,23 %. Es decir, prácticamente desapareció.

El éxito de su investigación devino en el amanecer de la asepsia pero supuso el fin de su carrera. La comunidad médica no estuvo dispuesta a aceptar tamañas provocaciones. Ignaz murió solo, arruinado y víctima de sus experimentos sobre infección con su propio cuerpo. Pero salvó miles de millones de vidas futuras.