Terrorismo
Christchurch
La capital de la Isla del Sur, Christchurch, es un trocito de Escocia trasplantado al hemisferio austral. «Tranquilidad» es el primer pensamiento que le asalta al viajero, que cree estar en un remedo de Edimburgo al que han olvidado colocarle su célebre castillo, y enseguida lo sorprende la amabilidad de una población de lo más acogedora, consciente de que un visitante dispuesto a gastar un puñado de dólares es un tesoro en aquel rincón del globo. Hace tiempo, debió ser a mediados de los ochenta, la DGSE de Mitterand hundió en su puerto un barco de Greenpeace, matando a un fotógrafo portugués. Es el único sobresalto vivido por los lugareños, que relatan el suceso generación tras generación con el asombro de quienes no imaginan que el mundo puede ser un lugar terrible. «Has llegado al país adecuado», rezan los carteles aeroportuarios a modo de bienvenida y lo confirma el mestizaje desacomplejado de una población de origen principalmente caledonio (mucho pelirrojo y mucho apellido con el Mac prefijado) o maorí, entreverada por crecientes comunidades asiáticas, polinesias y de la diáspora balcánica: griegos ortodoxos, católicos croatas, musulmanes bosnios... Un supremacista blanco australiano radicalizado en Europa, Brenton Tarrant, asesinó el viernes a 49 fieles que rezaban en dos mezquitas de Christchurch y legó un testamento político en el que justificaba la masacre como medida contra «la invasión de inmigrantes». Cristalizó en sangre la basura que le metieron en la mollera, durante su estancia en Francia, los exquisitos teóricos del Frente Nacional de Le Pen, esos sofistas que hacen idénticos juegos de palabras que los mequetrefes de su esqueje transpirenaico. «Invasión de inmigrantes», decía el majareta. Conviene tener cuidado con lo que se predica y también con lo que se vota.
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