Sevilla
Macao fue
Tener poco apego a los objetos, no contando al fetichismo entre un vergonzante y extenso catálogo de vicios, mandó a la hoguera el pasaporte caducado que lucía una visa de entrada en portugués y mandarín. Desembarcar en el «Porto Interior» de Macao es sumergirse en un universo del azar que convierte el Strip de Las Vegas en una versión edulcorada de los bingos que se echan los ancianos en el hospicio. Corren los dólares por millares de millones. La palabra más adecuada para definir el despliegue de los grandes casinos en el único enclave de la República Popular China donde es legal el juego –y pueden creer a quien les diga que no hay pueblo sobre la faz de la tierra más tahúr que el chino– es «apabullante». Vecino y hermano menor de Hong Kong, goza/sufre de un estatus similar al de la antigua colonia británica: es un oasis de libertad dentro de la tiranía más atroz del orbe, más o menos, pero muy pronto dejará de serlo. Sobre todo, porque no cuenta en su resistencia con el poderío económico ni con el respaldo (cierto que vago) de una potencia como Reino Unido. Portugal tuvo el buen tino de colar en las negociaciones para la reversión la persistencia de la lengua de Camoes como idioma cooficial de la administración macaense, lo que ha permitido mantener el empleo a casi todos sus expatriados. Por lo demás, de la bellísima catedral católica se visitan sus ruinas y es apenas folklórica la persistencia de algunos restaurantes en los que se sirve frango (pollo) piri-piri sobre mantelería de escaques rojiblancos. Los primos hongkoneses quieren contagiarles su revolución de los paraguas, tan loable como ciertamente abocada al fracaso. Dos naciones de Europa abandonaron a sus conciudadanos asiáticos, cuyas libertades van a de ser arrasadas por el aliento sulfúrico de un dragón.
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