Barcelona
Dos no se insultan si uno no quiere
Manuel Valls discute con un turista francés en el Arco del Triunfo mientras presenta sus medidas anti top manta
Manuel Valls discute con un turista francés en el Arco del Triunfo mientras presenta sus medidas anti top manta
Si a Manuel Valls le pusieses una peluca rizada, amarilla, azul y rosa, una nariz redonda y roja, y unos zapatones enormes, nadie le confundiría con un payaso. Nadie. Su dignidad es incorruptible. Si le colocases ocho tentáculos y una cabeza morada en plan «qué feliz soy en el mar», tampoco se parecería en nada a un pùlpo. En nada. Su centro de gravedad es demasiado bajo. Provoca que sólo le mires a los ojos y olvides todo lo demás. Y si se presentase a la alcaldía de Barcelona y hablase un catalán perfecto, con gallos divertidos en las «as», pues tampoco se parecería al futuro alcalde de Barcelona. Y qué. Puede que su personalidad no se acople bien a casas, castas, partidos, instituciones y cargos, pero Valls es tan Valls que si no quiere ser Valls hasta lo puede conseguir.
El que fuera primer ministro de Francia pasó ayer por el Arco del Triunfo para hablar de sus propuestas anti top manta y dejó claro cuánto desea que no le confundan con Napoleón. «Soy el único que puede garantizar que en 90 días acabo con los top manta», dijo con seguridad. No hay duda que lo haría. Quizá lo haría en menos, en 72, o en 54, y abriría con los días que le sobrarían una tienda de botellas para llenarlas de mensajes positivos, reafirmantes, llenos de vigor y ejercicios de mindfulness.
Tiene algo de jinete pálido, de forastero que va a traer la cordura al caos. En un western, no cabalgaría sobre un caballo, sino que trotaría a pie hasta el crepúsculo mientras la gente del pueblo, asombrada, se preguntaría ¿quién es ese misterioso hombre? Eso sí, llegó al Arco del Triunfo algo perdido, sin encontrar al grupo de periodistas que le siguen por todas partes en esta loca campaña electoral y que le esperaban para recoger sus declaraciones. Sus colaboradores tuvieron que irle a buscar porque no se movía. Se había quedado de espaldas, mirando al sol bajo de la tarde, quizá melancólico, quizá furioso, quizá feliz, quizá le había entrado la mosca que todo lo pica en el ojo, no se puede saber, seguía de espaldas. Cuando se encontró por fin con los periodistas, saludó uno a uno a todos, con el rictus muy marcado. Sus facciones están tan bien dibujadas que parece la cara de la media luna de una película de dibujos. De noche debe de ser bonita de mirar. Pero entonces se cruzó con él, y con toda la melé de micrófonos, un viejo conocido, o eso parecía, un orondo francés con pinta de un Obelix que le hubiese caído un menir en el pie y estuviese muy cabreado. Este señor empezó a gritar, a insultar, a quejarse. No parecían palabras bonitas, por muy francesas que fueran. Valls, que tiene estómago para esto y mucho más, lo aguantó con estoicismo, mientras no dejaba de mover las manos para que éste se marchase. Y se marchó... a comerse un jabalí. «Al menos tiene poder adquisitivo para pagarse una vacaciones en Barcelona», ironizó Valls y continuó con sus medidas en favor al comercio de proximidad y contra los top mantas, fuente de problemas económicos, sociales, fiscales, de seguridad, de caos en el espacio público. Le faltó tropezarse y gritar «¡por su culpa!». Al final, dejó de hablar. Se fue y volvió a dar la espalda a todo el mundo. Uno se lo imaginaba masticando un chicle y haciendo el globo más grande del mundo.
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