Literatura
Escritores y sus mascotas, un amor a flor de piel
Una de las máximas más célebres sobre la creación es «escribe sobre lo que sabes», por lo que no es extraño que tantos autores hayan novelado su amor por sus mascotas
Una de las máximas más célebres sobre la creación es «escribe sobre lo que sabes», por lo que no es extraño que tantos autores hayan novelado su amor por sus mascotas.
Después de un invierno de frío polar y fuertes nevadas, John Greyhound, escritor de novelas detectivescas y de espías, era encontrado desvanecido en un pequeña cabaña del norte de Montana. Nadie sabía cuánto tiempo había permanecido así, pero estaba al borde de la hipotermia. Le trasladaron inmediatamente al hospital de Polson, donde permaneció inconsciente durante tres días. Al amanecer del cuarto día, se levantó sobresaltado gritando «¡Timmy, y Timmy, dónde está Timmy, Tiiimmmy!».
Al instante, se quitó el suero del brazo y, descalzo y en bata, salió del hospital. En la puerta, noqueó de un fuerte puñetazo en el mentón a Ricky, un fortachón camillero que estaba fumando un cigarro, y robó una ambulancia. Condujo durante kilómetros ansioso, con los ojos llorosos y un soplo en el corazón que le agitaba por dentro. Timmy, Timmy, sólo podía pensar, hasta que, a escasos metros de su cabaña, la carretera estaba cortada, cubierta de nieve por un alud, y no pudo continuar. Paró la ambulancia y continuó a pie. Corrió y corrió, a pesar de que la fuerte ventisca le tiraba la nieve a la cara y le tiraba cada dos metros al suelo. Pero nada iba a impedirle continuar.
Al final, consiguió abrir la puerta de un puntapié. «¡¡Timmy, Tiiimmyyy!!», gritó y empezó a registrar todos los rincones de aquella humilde cabaña. Sin embargo, allí no había nada ni nadie, sólo una desolación que empezó a instalarse en el interior de su cuerpo y empezó a sentir un vértigo que le llevó a la desesperación y la nausea. Volvió a abrir la puerta y se adentró colina abajo entre la nieve, sin sentir ningún frío, sólo una estupefacción que le hacía insensible y apático. Cuando llegó al arroyo que bordeaba la cabaña cayó congelado al suelo. «Timmy», dijo una última vez.
El 7 de marzo de 1956 moría a 800 metros de su cabaña el escritor de novelas de espías John Greyhound. Cuando horas antes se levantó en el hospital, no se dio cuenta de que ,junto a su cama, había un pequeño silky terrier australiano agazapado en una cómoda cesta bajo el nombre, «Timmy». El perro, que también había sufrido los acopios del frío, no pudo ladrar y contestar a su amo cuando éste se levantó llamándolo a gritos. Años después, cuando iban a derribar aquella cabaña, encontraron un manuscrito enterrado bajo unas maderas en el suelo. El libro se llamaba «Timmy» y es un gran ejemplo de hasta qué punto los escritores son capaces de adorar a sus mascotas.
Un escritor sin mascota es como un hombre sin cabeza, una auténtica aberración que todo el mundo grita al verlo. Pero eso hay escritores tan esquivos. Thomas Pynchon, por ejemplo, no tiene ni gatos ni perros. Sabe que la gente se estremecería al verlo, así que prefiere el encierro. J. D. Salinger sí tenía mascotas, pero era igual o peor, porque las trataba fatal, y eso le descalificaba directamente como escritor. Porque los autores adoran sus animales y los animales son las únicas musas que sí existen.
Los ejemplos son múltiples. Se sabe, por ejemplo, que Lord Byron adoraba a su perro, lo quería a rabiar, pero cuando entró en el Trinity Collage de Cambridge, las ordenanzas orgánicas del centro le prohibieron que pudiese quedarse con él en su habitación. Su cerebro palpitó y aulló como si le hubiese mordido en una pata. Para vengarse, llevó a su habitación un joven oso pardo, ante el terror y estrépito de sus vecinos. Nada ponía de osos en las ordenanzas.
Los gatos son los que se llevan la palma en esta historia de amor entre escritores y sus animales. Julio Cortázar bautizó al suyo Teodoro W. Adorno, un gato «sucio y canalla» que encontró en las calles de Saignon, donde veraneaba. Adorno, por su parte, tenía un tic en el labio que le hacía escupir un poquito que llamó «hacer un Cortazar». Cuando se conocieron, Cortázar dijo «Adorno, ven aquí», y Adorno lo escupió un poquito. Los filósofos no tienen por qué adorar a las mascotas como los escritores, y sobre todo casi nunca adoran a los que sí lo hacen.
Otros amantes de los gatos célebres son William Burroughs, que solía decir que estos animales eran «compañeros psíquicos y enemigos naturales del estado». Allan Ginsberg le preguntó si quería ser amado y el escritor de «El almuerzo desnudo» sólo pudo decir que «por los gatos, definitivamente». Su gato Butch incluso le inspiró una novela.
La lista es infinita, Cocteau, Derrida, Borges, Colette. T. S Elliot incluso les dedicó su mejor obra, historia infantil que inspiraría años después el musical «Cats». Edward Gorey les dedicó las ilustraciones de «Gatos danzantes y asesinas olvidadas». Gabriel García Márquez consideraba a «El gato bajo la lluvia», cuento de Ernest Hemingway, el mejor queh abía leído nunca. Ahora sabemos que nunca leyó «El perro se rió», de Arturo Bandini, que era todavía mejor, seguro.
Hemingway, éste sí era un loco de los gatos o un loco a secas que tenía muchos gatos. el caso es que en su casa de Florida llegó a tener 50 gatos. Algunos tuvo que sacrificarlos por el bien de la colonia, según él, o por causas humanitarias. Cuando un camión atropelló a su adorada Willy, le puso un bol de leche y mientras bebía, le disparó por la espalda, el muy cobarde amante de los gatos.
Doris Lessing escribió «On cats», Stephen King «Los ojos del gato», Murakami llena su novela «1Q84» de algo que llama «el pueblo de gato»; el poeta Ezra Pound publicó su «El gato manso» y Aldous Huxley confesó que: «Si uno quiere ser novelista psicológico y escribir sobre los seres humanos, lo mejor que puede hacer es convivir con un par de gatos».
Aunque no sólo de perros y gatos viven los amantes de los animales. El dramaturgo Eugene O’Neill sabía dos cosas con rotundidad, que odiaba a Charles Chaplin, que sedujo a su joven hija, y que adoraba a sus llamas que guardaba en célebre Tao House. El excéntrico y triste Gerard de Nerval, el más grande decadentista, se paseaba por París con una langosta atada como si fuera un caniche. Y Flannery O’Connor tenía en su granja un montón de papagayos, su animal favorito de toda la creación.
También hay escritores que aman a los animales, pero prefieren no aventurarse a tenerlos como mascotas. Rilke, por ejemplo, se pasó seis meses visitando cada día el zoo de París con la única intención de mirar a su pantera. Seguía el consejo de Rodin, que le dijo que mirase a las bestias hasta que de verdad las viera. Parece que le costó mucho verla, pero es que esas panteras no son lo que parecen. Lo mismo hizo O. Henry, el genial escritor, inventor del cuento americano, que se pasaba horas y horas cada día contemplando a los cocodrilos de los parques cercanos a su domicilio.
En cuanto a los perros, destaca sobre todo el que regaló la escritora Vita Sackville West a Virginia Woolfe y que sería la inspiración de su novela «Flush, una biografía», basada en la vida de la perra de Elizabeth Barrett Browning. Al menos la perra que ilustraba el libro era el que Vita regaló a Virginia. Los perros como sustitutivos de afecto son muy comunes. Por ejemplo, se sabe que Edith Wharton, para animar un poco su vida, casada con un inválido al que había que cuidar, se llenó de perros grandes para tener algo de ruído en casa y no vivir en silencio. Aunque el caso más flagrante de compensación por animales lo firmó el genial Horacio Quiroga. Tras abandonarle su segunda mujer, convirtió la piscina que había hecho construir en su pasa para su mujer en un estanque para anfibios y serpientes y dejó en los alrededores a un oso hormiguero y un mono coatí para darle un poco de color e inspirar algunas de sus fantasías.
Los caballos también tienen su sitio en el panteón de las grandes mascotas de escritores. El adalid de amante equino es William Faulkner. Aseguró que aceptó el encargo de escribir la brillante y violenta «Santuario» para poder comprarse un caballo. Lo hizo, se compró un caballo, galopó al infinito hasta el crepúsculo y gritó «yiii-haaaa!». No un caballo, pero una gacela es la que se quedó Isak Dinisen tras su paso por Kenia.
Los pájaros también tienen un lugar en el corazoncito de los escritores. Por ejemplo, Charles Dickens, que no se sabe si leyó a Edgar Allan Poe, tenía un cuervo dentro de su habitación para escribir. Y Flaubert tenía un loro disecado porque hablaba en alemán y le despistaba en su búsqueda de la palabra perfecta.En cualquier caso, se cansó pronto y lo devolvió al museo.
Queda claro el porqué existen tantas novelas y relatos en las que animales o mascotas son los protagonistas. La máxima «escribe sobre lo que sepas» hace que se más sencillo hablar de tu perro «Timmy» que de la hambruna en los Apalaches en las sequías del 1878. Los ejemplos empiezan por maravillas como «La llamada de la selva», de Jack London, que también auparía a lobos y perros a la máxima figura de héroe en «Colmillo blanco».
Anna Sewell escribió su universal «best seller» «Black beauty», en el que se ponía por primera vez a un caballo como el punto de vista de la historia, sólo para que los cuidadores de los equinos cuidasen mejor a estas majestuosas criaturas. Sobre cuidados y sobre superar el dolor habla «El azor», del genial T. H. White y «H de Halcón», de Helen Macdonald, dos libros que describen lo beneficioso que puede ser cuidar e intentar domar a un halcón para el equilibrio interior. La lista de libros sobre mascotas es infinita. El periodista John Grogan hizo llorar a todos con su recuento de su perro en el libro «Marley y yo». El tigre de «La vida de pi», de Yann Martel es casi una figura mitológica. Y las mascotas desde otro punto de vista, la del veterinario que ha de cuidarlas y soportar a sus dueños, es la gran maravilla de «Todas las criaturas grandes y pequeñas», de James Herriot.
Los escritores suelen ser fieles a un animal. Colette adoraba a los gatos. Virginia Woolfe, en cambio, quería al pero que le regaló su amiga Vita Sacckville-West. Faulkner escribía para comprar caballos y Flannery O’Conner adoraba a su papagayo
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