Gastronomía

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De la Riva: la militancia de una taberna de caché

Encarna lo que son los madriles por derecho y sin taparse. Cada plato es de antología de zarzuela

Pepe Morán, dueño del restaurante De La Riva.
Pepe Morán, dueño del restaurante De La Riva.Alberto R. RoldánLa Razón

Hay tabernas que son tan grandes y fundamentales para la ciudad, pues a pesar de no responder al modelo convencional de la barra oceánica y la mesa alta y el codazo, tienen ese nomenclatura y un savoir faire inconfundible. De la Riva es ya uno de esos lugares que los cursis considerarían de culto, y que encarna parte de lo que son los madriles por derecho y sin taparse. Cada vez que en uno de los servicios de mediodía suena el «Viva España» de Manolo Escobar se reedita una secuencia que para gran parte de sus parroquianos forma parte ya de sus vidas.

Pepe Moran, ciclista impenitente, compró en el año 2000 una taberna que data de 1932 y muy respetada para los castizos. La regentaba su homónimo al que zumbonamente se apodaba «El guarro».

El mismo día que nació su hijo Pepe, dejó de fumar y se embarcó en esta nave de autenticidad gastronómica que es De la Riva. Su mujer Cristina le adelantó el parné y le permitió como gran dama que es y cómplice, que este trastabillado estudiante de derecho y anterior director del célebre Archy, cumpliera su sueño de crear un lugar que pasa por casa de comidas pero en realidad es un cenáculo de amigos. Así, a veces te conceden el carnet de jugador de mus, y siempre el de la camaradería como solo comprende este genial tabernario.

Es sorprendente que en este figón se conozcan todas y cada una de las mesas, con sus querencias, avatares e incluso manías. Hay mucho de militancia en comer en esta taberna de caché. Pero que nadie se equivoque con las cuestiones de la falsa política, porque aquí la verdadera ideología es la de la gracia que tanto ha distinguido a los gatos y a sus tejados. Viene siempre mejor ser merengón para que te den mesa, aunque los colchoneros estamos siempre en casa.

Uno de los patrimonios innegables de este rincón madrileño es esa cuadrilla de catedráticos que atienden la sala. Es insólita su destreza, y la diligencia y calidez de este servicio. Máxime en estos tiempos donde la búsqueda de personal para la hostelería empieza ser endémica. Y sí en el claustro de este templete todos son parabienes, en el centro de la felicidad que es su cocina se despacha una interminable galería de fogonazos de sabor. Es sorprendente que en las dos partes bien diferenciadas entre primeros y segundos platos que canta Pepe con su estilo de galán de teatro ibérico, se ofrezcan tantas alternativas como estados de ánimo del comensal. Desde la tortilla hecha al momento, a ser posible con callos, la almeja, la raba, el bocarte, el plato de varias verduras, la ensaladilla de categoría imperial o la lenteja estofada de perder el oremus, todo es compás de espera para una carta extensa y golosa. Hay de todo y cada uno de los platos es de antología de la zarzuela. Miguel está al frente del barco de arponeros castizos y elabora con demás fogoneros dos platos muy característicos, caso del congrio en salsa verde o el pecho de ternera al horno. Además, todo tipo de delicias casqueras , como el hígado encebollado que a este escribano tanto entusiasma.

Luego un festival de salmonetes, calamares en tinta, raya al horno, cocido del señorito los jueves, rabo de toro, zancarrón, chuletillas... en fin, la felicidad era esto.

El botellón de 27 litros de vino que diariamente se descorcha en esta taberna simboliza mejor que nada el espíritu de alegría. Y de ese compromiso que llevó desde primera hora del confinamiento a servir comida a domicilio, hoy uno de los éxitos de la casa. La misma alegría que me da compartir unas líneas con una taberna que forma parte de nuestro imaginario.

Las manitas de cerdo, un lujo

Las manitas de cordero estofadas son auténtico lujo para los sentidos. En De la Riva se sirven de manera clásica. El fondo de la cocina se expresa en un plato que es mejor disfrutarlo sin compartir palabra, obra u omisión con otro comensal. Solo dejarse llevar por el gusto.