La historia final

La esquina de Madrid en la que se cruzaban los Grandes y los truhanes de la ciudad

Cruzamos el Prado y subimos por la calle Academia hacia los Jerónimos. Uno de los secretos mejor guardados de Madrid es que los Jerónimos es un bellísimo pastiche

Museo del Prado y los Jerónimos
Museo del Prado y los Jerónimosmemoriademadrid.esmemoriademadrid.es

Algunos quisieron que El Prado solo fuera lugar de entretenimiento cortesano, pero la presión demográfica lo hizo popular. Y vamos a ello enseguida: espacio en el que se entremezclaban todos, con sus respetos y diferencias, pero todos en algarabía.

Se ve bien a las claras en los dos grandes cuadros del momento (en la colección Santa Cruz y en la colección Khevenhüller en Carintia, que damos las gracias por dejarnos reproducirlo en prensa nacional en España) que son los primeros que se conocen, y que son de muy similar factura; pero esa mezcolanza social se palpa también en un sinfín de lienzos en los que se pintó la entrada de Palacio, o a las puertas de la Cárcel de Corte (hoy Ministerio de Asuntos Exteriores), o la Plaza Mayor, y ya en tantos del siglo XVIII: en todos esos lugares compartían escenarios los diferentes actores sociales, desde los Grandes a los truhanes.

Esto es lo que nos cuentan esos dos cuadros primeros: bajan desde la Carrera carruajes cortesanos, incluso con imponente séquito; van y vienen damas cortejadas; los caballeros de negro, acaso probos servidores reales, platican sobre materias de Estado y, en primer plano, de izquierda a derecha, los aguadores recargan las cántaras, la muchacha recoge las piezas hechas añicos del que se le cayó y dos jovenzuelos dirimen sus diferencias de manera convincente y el otro lleva el capazo lleno de refrescantes naranjas; el caballero expresa a la dama del carro de las mulas sus amores, como si fuera el nuevo Amadís y los demás se pierden por un lateral subiendo hacia la antigua puerta de Alcalá, flirteando si es necesario, descansando si las piernas lo piden. Todo ello amenizado desde la Torrecilla de Música por los sones de un ministril. Así pintaron dos artistas desconocidos la esquina del Prado de San Jerónimo con la Carrera. Y Lerma y el rey contemplando todo.

El Prado estaba llamado a ser el lugar de mejor y mayor recreación de la Villa. Karl Khevenhüller, Colección particular. Museo Castillo Hochosterwiz, Austria
El Prado estaba llamado a ser el lugar de mejor y mayor recreación de la Villa. Karl Khevenhüller, Colección particular. Museo Castillo Hochosterwiz, AustriaKarl Khevenhüller, Colección particular. Museo Castillo Hochosterwiz, AustriaKarl Khevenhüller, Colección particular. Museo Castillo Hochosterwiz, Austria

Años después, Carlos III tuvo la felicísima idea de adecentar lo indecible aquel espacio de asueto: desde Atocha, con su basílica tan propia de la historia de Madrid, o desde Neptuno mejor, hasta Cibeles, se proyectó y trazó un fabuloso circo. Quien no lo contemple así no sabe lo que se pierde: en un extremo Neptuno, en el centro de la spina una preciosa y entrañable fuente de Apolo y siguiendo el paseo, la diosa Cibeles, tantas veces movida de emplazamiento o de orientación como belleza tiene. ¡La Roma Imperial en Madrid, o Madrid, Roma Imperial! Desdichadamente, aunque afortunadamente cada vez menos, se ha permitido que unos nuevos gladiadores se encaramen a esas estatuas para ofrecer sus triunfos al enardecido pueblo. Y es que, a fin de cuentas… panes et circenses.

¡Paséate con orgullo, no por el asfalto, o las aceras y los laterales, sino por la zona central (mientras puedas) y disfruta de esa histórica avenida!

Porque así es: este bellísimo Prado ha sido jalonado por grandes palacios, como el que fue de Lerma, en su gran «acción urbanística» cuando se llevó la Corte a Valladolid (hoy el Palace y su entorno); el más moderno Palacio de Villahermosa que es la Thyssen; y qué decir del memorable Real Jardín Botánico que nos legó la Monarquía, sus científicos y sus expedicionarios por todo el planeta; o el Real Gabinete, que es el Museo del Prado con las ubérrimas colecciones reales; y el majestuoso hotel Ritz; el descolocado, pero sobrecogedor obelisco a los caídos por España, y su permanente llama; el edificio del Banco de España y al otro lado de la calle de Alcalá los palacios de Linares y Buenavista que dan lustre desde su emplazamiento a ese espectacular eje que es la calle de Alcalá y por todas partes nos dejamos otros edificios de todas las épocas, como la actual sede del Ayuntamiento, o el Museo Naval y la impresionante escalinata del Cuartel General de la Armada y más arriba el tan solitario como fabuloso Museo Nacional de Artes Decorativas... ¡Ni una taberna; sólo cultura, ciencia, grandeza!

Aquel gran escritor, desconocido para casi todos, que debería ser homenajeado a diario por los madrileños, supo sintetizar en latín (y sus traductores al español captaron su espíritu) qué era aquel Madrid de tiempos de Felipe II y qué es Madrid hoy, medio milenio después:

«¡Oh Mantua!, al desvalido y miserable

acoges cariñosa en tu regazo […]

Prestas dulce descanso al caminante […]

aquí concurren incontables gentes

de todas partes, y doquier escuchas

hablar y responder en muchas lenguas…»,

y concluye con un deseo que sin duda estremece:

«Feliz vive [¡Madrid!]/ en todo tiempo de salud gozando».

Cruzamos el Prado y subimos por la calle Academia hacia los Jerónimos.

Uno de los secretos mejor guardados de Madrid es que los Jerónimos es un bellísimo pastiche.

Que señorea la ciudad antigua, es indudable; que parece un edificio gótico isabelino, o algo así, también es indudable. Pero si se escudriña un poco la caja de sorpresas no para de dejarnos con la boca abierta.

Había una vez… al otro lado del Manzanares en el bosque de El Pardo, un convento de jerónimos que a principios del siglo XV se trasladó a un lugar más salubre.

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de Investigación del CSIC