Muslo o pechuga

La alegría de un bar

Aquí se ejerce el bar. No se simula ni se estiliza. Se despacha. Se escucha. Se grita lo justo. Se fríe sin complejos

Javier Vinacua, en el bar Fitero
Javier Vinacua, en el bar FiteroCedida

En esta tribuna dominical se intenta dar cuenta de las novedades de los restaurantes o el estado de forma en el que se encuentran muchos de ellos. A la postre, el statu quo de la gastronomía. Y parece que a veces se nos olvida que lo más chispeante de la misma se encuentra en el bar. La tasca, chigre, figón, tabanco, o como se quiera denominar a ese espacio único de felicidad culinaria del bocado. Comer y beber en pellizcos.

En el volcán sanferminero hay muchos destinos inefables, uno de los cuales sin duda es el Bar Fitero. Este clásico de la capital navarra está llamado a ser próximamente el decano del mundo tabernario de la ciudad, con sus casi 70 años de exigencia. De momento hay tres generaciones al frente de la casa, cada una de las cuales ha sabido dar gloria al fruto y a lo más reconocible del recetario trad de la tierra. Como tantos lugares que son de culto, más tratándose de un bar, el carisma está por encima de cualquier guiño decorativo. Los buenos tabernáculos no se jactan de su fisionomía, pero sí de ese trajín de entradas y de salidas por cualquiera de sus huecos a Estafeta.

Ya hemos ensalzado más arriba la delicadeza de la bechamel y el envoltorio de la croqueta de siempre: el pimiento, la gamba o lo que toque. Este es un territorio donde se come mucho y buen frito, al igual que el estupendo bacalao al ajoarriero.

Y podríamos detenernos aquí, pero estaríamos siendo cicateros. Porque lo que hace grande al Fitero no son solo sus fórmulas de cocina doméstica y de mostrador de toda la vida —esas que en otros sitios han caído en la autocaricatura—, sino su forma de estar. Aquí se ejerce el bar. No se simula ni se estiliza. Se despacha. Se escucha. Se grita lo justo. Se fríe sin complejos. Se arraciman las voces y se recompone el ánimo con una gilda, una caña bien tirada o una ostra si se tercia.

Javier Vinacua, factótum del presente, mantiene ese equilibrio entre el gesto sabio del tabernero y la picardía cordial del que lleva toda la vida sirviendo con una sonrisa que no se compra, ni se aprende. Aquí, como en los bares de verdad, uno entra sin preguntar y sale habiendo conversado con medio Pamplona. El turista despistado se topa con lo auténtico. El habitual no necesita ni pedir. Hay algo de liturgia civil en la barra del Fitero.

Y si hay San Fermín, entonces ya todo estalla. La calle es una prolongación natural del bar, y el bar un refugio dentro del disparate. Al paso del toro se suma el del pimiento relleno, al sonido del txistu el crujido de la fritura. Y entre copa y copa, esa conciencia tranquila de estar donde hay que estar. En uno de esos lugares que no necesitan pasar por modernos para seguir siendo imprescindibles.

Aquí el lujo no se llama caviar, se llama croqueta. Y no hay Maldivas que lo igualen.

Bar Fitero

Dónde Calle de la Estafeta, 58. Pamplona (Navarra)

Precios 10-20 euros por persona