Historia

Cuatro siglos de la muerte del padre Mariana S.J.

No sé por qué la convulsión de las imágenes de la DANA Valencia me ha llevado a Mariana

Grabado de Juan de Mariana
Grabado de Juan de MarianaLRM

Dos o tres frases resaltaré, y no más, sobre estas antiguallas sin sentido escritas a finales del siglo XVI por un jesuita, y por tanto por un católico ortodoxo. Las traigo a colación porque son, como todo lo que atañe a la Historia, cositas de turismo superior y no más; cosas curiosas porque «la Historia es muy bonita».

Así, por ejemplo, el jesuita teócrata escribe que la verdadera sabiduría del rey «ha de consistir más en el temor de Dios y en la inteligencia de las leyes divinas, que en las artes y la ciencia de la tierra» (Libro I, Prólogo). Claro, si el gobernante temiera más el Juicio de Dios, no pretendería honores académicos inmerecidos que no le deberían atraer por cuanto estaría satisfecho con cumplir con las leyes divinas. «Es, en primer lugar, preferible la monarquía a las demás formas de gobierno por ser más conforme a las leyes de la naturaleza…» Claro, y es que entonces les mandaban más las leyes de la naturaleza que la educación en sentimientos. Y añade al usar como ejemplos de modelos desperdiciados a Alejandro Magno o a César que «fueron reyes, pero no legítimos, que lejos de domar el monstruo de la tiranía y extirpar los vicios, como al parecer deseaban, no ejercieron otras artes que las del robo, por más que el vulgo celebre aun sus hechos con inmensas y gloriosas alabanzas» (lib. I, cap. II). Y este jesuita incómodo escribe en otro sitio, «se debilitan las fuerzas al dividirse entre muchos el cuidado de los negocios públicos, lo que sucedió con los árabes, expuestos a una ruina inevitable, no por otro motivo que por el de estar dividido entre muchos el imperio, de lo que no pudieron menos de nacer discordias intestinas y al fin la formación de muchos reinos independientes unos de otros». Así que, aplicando la experiencia de lo acaecido en la Historia, concluye: «No conviene que haya muchos príncipes en las distintas comarcas de una nación». ¡Ay, que hombre tan anticonstitucional! Al hablar de las behetrías (lib. I, cap. III) recuerda lo que pasaba, porque estaban tan trastornadas las leyes y los juicios «que usamos a cada paso de aquella palabra para significar toda reunión desordenada en que nada se hace con razón, en que solo domina la pasión, la fuerza, los clamores». Y es que es verdad el «usamos a cada paso aquella palabra para significar toda reunión desordenada» por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (de 1611) definió «donde quiera que dan voces confusamente, decimos ser behetría» e incluso, «vale en lengua antigua castellana enredo, mezcla, confusión».

Cuando hay que hablar de la diferencia entre el rey y el tirano (lib. I, cap. V), «el rey ejerce con singular templanza el poder que ha recibido de sus súbditos, no es gravoso, no es molesto […] se despoja con gusto de su severidad, prestándose fácilmente a todos en todas las vicisitudes de la vida (lo siento, lo siento, balbuceaba la reina)…», y sigue, «defendido así por el amor del pueblo, no necesita mucho de guardias […] tiene siempre dispuestos para salvar su dignidad y su vida dispuestos a sus súbditos» (¡no es contra ustedes esto, no es contra ustedes!, clamaba la mujer desesperada).

«No, asevera Mariana, un buen rey no tiene nunca necesidad de imponer a los pueblos grandes ni extraordinarios tributos; si alguna vez le obligan a ello desgracias inevitables […] los levanta con el consentimiento de los mismos ciudadanos, a los que lejos de hablar con el terror la amenaza y el fraude en sus labios, explicará francamente los peligros que corren,,,» etc.

Por ello, será fácil ver qué es un tirano: «Manchado de todo género de vicios, provoca por un camino casi contrario la destrucción de la república [entendida como res-publica]»; y sigue Mariana con que el tirano, aun habiendo recibido el poder del pueblo, “lo ejerce violentamente […] preséntase en un principio blando y risueño, procura engañar con su suavidad y su clemencia… y no pudiendo disimular por más tiempo su natural crueldad, se arroja como una fiera indómita contra todas las clases del Estado […] Agotan los tesoros de los particulares, imponen todos los días nuevos tributos, siembran la discordia entre os ciudadanos […] No hay más que abrir la historia para comprender lo que es un tirano…» (Lib. I, cap. V).

Así las cosas, y muchas más, sentencia este jesuita, aún impresionado por las guerras de religión en Francia y por la subida al trono de Enrique IV, el hereje convertido porque «París bien vale una misa», digo que perturbado por aquellos acontecimientos de finales del siglo XVI, arguye Mariana que «cuando no queda ya esperanza, cuando estén puestas en peligro la santidad de la religión y la salud del reino, ¿quién habrá tan falto de razón que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con la fuerza del derecho, con las leyes, con las armas?».

Como solía hacer siempre al acabar sus escritos más polémicos, con una nota de prudencia intentaba endulzar sus opiniones, libres, dignificantes y rigurosas: «Este es pues mi parecer, hijo de un ánimo sincero, en que puedo, como hombre, engañarme. Si alguien supiese más y me diese en contra de él mejores razones, se lo agradeceré en el alma».

En verdad creo que leer a nuestros clásicos, el padre Mariana entre ellos, es un ejercicio intelectualmente reconfortante, pero también inquietante: ni hablan de cambio climático, ni de sostenibilidad, ni se apoyan en ningún «como no podía ser de otra manera». A fin de cuentas, siempre podría ser (o haber sido) de otra manera.

No sé por qué la convulsión de las imágenes de Valencia me ha llevado a Mariana.